lunes, 23 de febrero de 2015

Nuestros Ojichan y Obachan: Aquellos Olvidados de las Casas de Reposo

Para las fechas, soy un poco despistada, pero los 20 de febrero, para mí, tienen un significado especial.

Yo tenía una tía que nació un 20 de febrero, pero nunca celebraba sus cumpleaños. Ese día, ella siempre me decía: “¿Tu sabes qué día es hoy? Hoy es el santo de Haya De La Torre” No sé si me lo decía por hacerme una broma, porque mi familia era casi apolítica.
Pero a ella le gustaba mirar los noticieros y si salían políticos, mejor. Aunque ella no entendía mucho, le gustaba escuchar los debates. Casi no le hacía caso. “Ah, ya… ahorita vengo” era lo que casi siempre yo le contestaba cuando me hablaba sobre sus cosas. Y me iba. 

Ella vivía cerca de la Casa del Pueblo y cada 20 de febrero, ella podía escuchar desde su casa los aplausos y hasta los cohetes que algunas veces lanzaban en plena algarabía. Quizás era por eso que ella recordaba muy bien los 20 de febrero, no como su cumpleaños, sino como la noche aprista. 
En casa nadie le celebraba su santo y ahora que ya no está con nosotros, creo que esa algarabía ajena, le alegraba un poco el día. 

No creo que fuéramos malos por no haberle celebrado sus santos, a pesar que ella vivía en nuestra casa. Cada uno de nosotros, “andaba con sus cosas”. Mi mamá, por ejemplo, estaba más ocupada en los asuntos de casa, cocinando o lavando. Nosotros, los “chicos” de la casa, pasábamos más tiempo en la calle que en la casa: había que trabajar y estudiar. Y ella, ya era una persona muy mayor, sin hijos y sola. El día se mudó a nuestra casa fue cuando empezó su verdadera soledad. 

“Me trae muchos recuerdos de él. ¿Puedo vivir con ustedes?” fue lo que nos dijo esa misma noche del velorio. Ella ya no quería vivir en su casa, porque le traía muchos recuerdos de su esposo. Pero no eran bonitos recuerdos, sino recuerdos de una convivencia de más de 50 años. Eran recuerdos de una rutina que la llenaban, de sentirse útil para otra persona. Mi tío era mucho mayor que ella y en todo ese tiempo, mi tía fue la que lo estuvo cuidándolo.

“¡Sí!, ¡claro que te quedas con nosotros!”, fue lo que le respondí cuando regresamos del velorio. Yo misma estaba entusiasmada y me puse a arreglarle un cuarto que teníamos vacío. ¿Cómo no iba a estar contenta? Yo iba a tener viviendo bajo el mismo techo a mi tía, la misma que me engreía un montón y me compraba mis juguetes cuando era una niña. 
Pero, sin darme cuenta, poco a poco, ese entusiasmo por tener a mi tía cerca, se fue convirtiendo poco a poco en indiferencia y finalmente, en estorbo. 

Los “chicos” de la casa, que éramos nosotros, estábamos más entusiasmados con nuestras propias vidas y mi mamá nos alentaba. “¡Diviértanse!”, “¡Estudia mucho!” o “Regresa temprano” y otras frases que ella nos decía y en la que nuestra tía, ya mayor, no estaba incluida.

Mi tía solía pasar los días encerrada en su cuarto. Solo bajaba a la sala por las mañanas para ver la TV o a leer los periódicos y para comer. No había otra persona que “tuviera el tiempo” como para sentarse con ella y conversar, aunque sea de cualquier cosa o de llevarla a pasear. Y ella, nunca se quejaba. Sabía que esa no era su casa. Y nosotros, no éramos sus hijos. Así que habrá pensado “para qué decirles lo que necesito o quiero”. 

Un día, ella tuvo un accidente. Todos estábamos haciendo “nuestras cosas”: mi mamá estaba en su cuarto descansando y mis hermanos, trabajando. Yo en cambio, estaba de regreso de una entrevista de trabajo cuando sucedió el accidente. Ni bien abrí la puerta de la casa, veo cómo mi tía cae por las escaleras. Se golpeó la cabeza y la llevamos de emergencia. 

Estuvo hospitalizada en la clínica y su diagnóstico fue devastador, tanto para ella como para nosotros: demencia senil. Ese fue el único día en el que nos dimos cuenta que ella necesita mucha más atención de nosotros. Pero la vida continúa y había que trabajar, así que fui yo, la que aún no trabajaba en ese tiempo, la que tenía que cuidarla. 

Me quedaba en casa y casi no salía y trataba de cuidarla lo mejor que podía. Así pasaron varios meses, creo que fue un año. La familia, de repente, se alejó. Quizás pensando que representaría alguna carga económica para ellos. Y nos dejaron solos a nosotros, los “chicos de la casa”, o más bien, me dejaron sola con el “problema”. 

Mi hermano estaba en Nihon y mi hermana, trabajando aquí en Lima. Yo acababa de terminar la universidad y ya estaba cuidando a una persona con demencia senil. Mi mamá, en cambio, siempre estaba en casa pero no entendía muy bien la enfermedad y pensaba que era “engreimientos” de mi tía, así que no le hacía caso. 
Así que yo era la única que tenía que cuidarla. 

Yo veía a mis primos y amigos que viajaban, trabajaban o se iban becados y yo también quería hacer lo mismo. Pero no podía. Yo estaba atada a mi tía. Y esa era la palabra con la que yo definía mi relación con mi tía, la misma que cuando estaba más joven y sana, era mi tía favorita que me compraba todos mis juguetes; pero que ahora, ya vieja y enferma, me parecía una carga. 

Recuerdo que una noche ya no podía más y decidí que ya era momento de pedirle ayuda a mi hermano que estaba de viaje. “Regresa, quiero que me ayudes a resolver las cosas aquí”. Y así lo hizo. Regresó al Perú y me ayudó hasta decir basta. Me ayudó a cuidarla, a llevarla a sus controles y a pagar sus tratamientos. En fin, todo lo que una persona con demencia senil necesitaba. Ya para cuando llegó mi hermano, mi tía no caminaba ni hablaba. Ella estaba físicamente bien, pero su mente tenía el control de su cuerpo. 

Si no fuera por mi hermano, no sé qué hubiera hecho. 

Pasaron varios meses en los que ella estaba echada en cama y yo no la podía llevar a la clínica, ni siquiera la podía mover. No tenía a nadie que me ayudara. 

La familia, que venía a visitarla cuando estaba “bien”, ya no estaba para ella. No había ni “kosai”, ni visitas ni llamadas por teléfono. Tenían miedo de preguntar, de sentirse comprometidos con alguien. Ni siquiera me preguntaron cómo yo estaba manejando las cosas o si yo necesitaba algo para ella. Así que todo lo hice a mi modo y recién cuando vino mi hermano de viaje, con él fue con quien iba a todos los sitios que mi tía necesitaba ir. 

En fin. Pasaron como 2 meses y mi hermano ya tenía que regresar a Nihon. Él tenía aún cosas pendientes allá. Y yo, ¿qué hago? En esos 2 meses que él estuvo, yo sentí que tenía a alguien en quien apoyarme y no me sentía sola frente a la enfermedad de mi tía. Pero, si él se iba, ¿quién iba a ayudarme con ella? ¿Quién me iba a ayudar a llevarla a sus controles? ¿A darle de comer? O, ¿en quién podía confiar? 

No nos quedó otra alternativa que internarla en una casa de reposo. Buscamos opciones de todo tipo: asilos estatales y particulares. Los estatales no recibían a pacientes como ella. Y los pocos particulares que había, no nos convencían. Algunos eran demasiado caros y otros, estaban algo lejos de casa. 

Al final, nos decidimos por uno, que era “aceptable”, en precio y atención. Veíamos las propagandas en donde todos dicen que los “abuelitos recibirán mucho amor y cuidado, como si estuvieran en casa” o ponían la foto de unos abuelitos felices, haciendo manualidades o cantando en grupo. “¡Mira!, no se va a aburrir. Va a estar con gente de su edad”, era lo que decíamos entre sí. 

Fuimos a varias casas de reposo para ver las instalaciones y veíamos, sí, a varios abuelitos “felices” mirando TV, sentados en un cuarto pequeño o a algunos echados en su cama cuando, en realidad, ellos eran una muy pequeña muestra de lo que se ve realmente en las casas de reposo. 

“Nos parece bien”. Hicimos los trámites respectivo y ya al día siguiente, llegamos con mi tía y sus pocas cosas a una casa de reposo. Ella ni se daba cuenta (o eso era lo que creíamos). 

Pasaron las semanas e íbamos a visitarla una vez a la semana. Nos quedábamos media hora o hasta menos. Solo la veíamos dormir en su cama. Ella no nos quería ver, prefería tener los ojos cerrados. Parece como si estuviera molesta por haberla internado en esa casa. 

Pasaba todo el día echada en la cama, con los ojos cerrados. Ella vivía su propio mundo, en donde sus recuerdos de infancia y de los buenos tiempos se hacían visibles solo con los ojos cerrados. A veces abría sus ojos, pero solo para ver quién había venido a visitarla. Cuando nos veía, los volvía a cerrar. 

Solo unos familiares fueron a visitarla un par de veces, pero se aburrieron. “No nos reconoce” fue el pretexto y dejaron de ir. 

Pero en ese asilo también había una amiga de mi mamá. Ella estaba casi bien, solo que tenía problemas en sus brazos y piernas y necesitaba ayuda para movilizarse. Aunque su familia le brindaba todo los cuidados necesarios y la visitaba todas las semanas, la sacaban a pasear y la llevaban a las reuniones familiares y del sonjin, ella no estaba muy contenta. 

Cuando yo iba a visitar a mi tía, pasaba a visitar también a esa señora. 
Estaba contenta de vernos y nos conversaba. Nos contaba lo que pasaba en la casa de reposo, la gente nueva que entraba o lo que mi tía hacía en esa casa (si comía o no, entre otra cosas). Pero casi siempre el brillo de sus ojos se iban apagado a los pocos minutos que conversaba. Toda la conversación giraba en torno a la casa de reposo. Esa era su vida, al igual que la de mi tía y la de todos los que estaban internados en esa casa. 

En esa casa de reposo, había como 5 nikkei que dependían de las enfermeras para poder comer, moverse, bañarse o ir al baño. En el rostro de cada uno de ellos, podía ver a mi tía.

De ese grupo, había uno que parecía estar siempre solo. En todo ese tiempo que estuve yendo a esa casa de reposo, no había visto a ningún familiar que lo visitara. Él no podía hablar y estaba postrado en una silla de ruedas. Pero tenía una mirada perdida y melancólica, quizás recordaba algo pero no lo podía decir. Su único mundo era su silla de ruedas. 

Yo veía a mi tía y lo único que era suyo era su ropa, que tenía escrita su nombre en la parte de la etiqueta con plumón indeleble, según dijeron los responsables de la casa, para evitar que se confunda la ropa en la lavandería. Pero ni eso, porque muchas veces se perdía su ropa y ella tenía la ropa de otro internado y viceversa. Todo lo demás, era de la casa de reposo. 

Y pensar que, hasta hace unos años atrás, ella tenía casa propia, en donde ella podía levantarse a la hora que quería, comer lo que ella quería y decorarla a su gusto. Pero por la edad y la enfermedad, de nada sirve tener de todo cuando no se tiene a nadie. 

Sin hijos, sola y vieja, tuvo que mudarse a nuestra casa, en donde nosotros ya teníamos nuestra propia rutina y ella, tenía que adaptarse a ella. Y en esa casa de reposo, adaptarse nuevamente a una nueva rutina. Algo triste. 

Yo dejé de visitarla seguido y casi siempre, solo pasaba a dejar las cosas que necesitaba (pañales, guantes desechables, caja de huevos, medicinas). Yo me sentía cansada de verla en ese estado. Me deprimía aún más. Y no tenía a otra persona que vaya a verla. 

Lo que más me dolió fue cuando un familiar me dijo: “Tu tía ya no me reconoce. Ya para qué voy a ir a verla… Ah, nació el hijo de tal, siempre trato de visitarlo una vez al mes”
Mi tía también se comportaba como ese bebé que nació, pero todos preferían ver al bebé “de verdad”. 

Por eso, sentía como que era una obligación y yo ya no disfrutaba la visita. 

Dejé también de visitar a la amiga de mi mamá. Después de un año, mi tía falleció. Para mí fue un alivio. Estaba muy molesta con ella. “¿Cómo pudo haberme hecho pasar por todo esto?” es lo que siempre pensaba. Yo estaba muy resentida con ella, por haberme hecho sufrir con su enfermedad. 

Ya han pasado 2 años desde que ella se fue. Y el tiempo fue lo mejor para mí, para olvidar lo “malo que ella me hizo” y tratar de recordar solo los mejores momentos que pasé con ella. 
Si pudiera retroceder el tiempo, no diría que yo volvería a cuidarla igual, como muchos dirían. Realmente, yo lo pensaría dos veces. 

Pero, hay tantos oji y oba que podemos encontrar en muchas casas de reposo y que muchas veces son olvidados por muchos de nosotros. 
Hay algunos que tienen la suerte de tenerlos con buena salud mental y pueden conversar con ellos, pero aun así, los olvidan y solo los visitan cuando tienen tiempo. 

Realmente, no me gusta la idea de las casas de reposo, me traen muchos recuerdos muy tristes. Pero es algo necesario, sobretodo en estos tiempos, en que la vida corre muy rápido y uno tiene que tratar de adecuarse a ella o cuando uno ya no puede brindarle los cuidados mínimos en casa por sí mismos. 

Hay otras personas, en cambio, que dejan de visitarlos porque seguramente se encuentran fuera del país o por el trabajo o los múltiples compromisos sociales que tienen o porque “simplemente” ellos se portaron mal de jóvenes y “ahora pues, tienen lo que se merecen”, como algunas veces he escuchado de algunos extraños. 

Pero ella (mi tía) fue un caso de los muchos que podemos encontrar en las diferentes casas de reposo que hay en Lima.

A veces, veo en los periódicos la parte de “sociales” y veo fotos de donaciones grandes o actividades por el día de la madre o del padre que se hicieron en casas de reposo en donde hay un buen número de nikkei. Pero, ¿y qué hay sobre los que están con problemas de salud, sobretodo mental? Porque los que veo en las fotos, son los que están en sillas de ruedas o pueden caminar, pero tienen la facilidad de poder comunicarse con los demás; a diferencia de aquellos, como mi tía y algunos de sus compañeros de asilo, que tenían problemas neurológicos y mentales y se prefiere que éstos se mantengan fuera de la luz pública. 

Mirando como un ejemplo, a muchos de ellos podemos encontrarlos en diversas casas de reposo en Pueblo Libre, uno de los distritos con mayor número de nikkei. Pero son olvidados, a veces por la comunidad y también, por sus mismas familias, porque ya no solo están viejos, sino también porque están enfermos. 

A veces decimos, “bueno, si no se queja, es porque todo está bien”. Pero no siempre es así. A veces el silencio es la única manera que tienen para quejarse, sin querer ser una carga para otros.

Este post quise escribirlo por un lector que me animó a escribir sobre las casas de reposo, reflexionando sobre lo importante que es para los internados de estas casas de reposo recibir la visita de sus familiares. Esa esperanza y alegría por ver a los nietos y a los hijos visitarlos cada fin de semana trayéndoles algo para compartir; tal vez alguna comida favorita, alguna noticia, o simplemente un recuerdo en común que les traería algo de alegría. 

Tantas cosas que podemos hacer para ellos. Muchos ya no disfrutan salir a reuniones muy concurridas o elegantes, sino  un simple pero significativo paseo por el parque, puede alegrarles el día. O el hecho de que ellos sepan que uno se ha tomado tiempo para preparar alguna comida que les guste, los hará sentirse importantes, algo muy importante cuando uno ya es de edad y no puede hacer muchas cosas por sí mismos.

Mi tía, por ejemplo, le gustaba bailar y actuar en las actividades del sonjin cuando era joven. Le gustaba vestirse a la moda y le gustaba usar joyas de oro. Pero ya de "viejita", ella disfrutaba lo simple. Yo le compraba su Inca Kola helada y con eso, podía sacarle una pequeña sonrisa. Algo tan simple. 

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