jueves, 4 de junio de 2015

“Calidez”: Una cualidad que se está descuidando en "Centenario"

Ni bien uno visita la website de la Clínica Centenario, se encuentra con un slogan que dice: “Excelencia y calidez que cuidan tu salud”. 

“Excelencia”, creo que sí. Cuenta con muy buenos médicos, de quienes destaco al Dr. Uyene o la Dra. Aróstegui o la Dra. Moreyra, entre otros, quienes atienden a mi mamá. La tratan bien, tienen paciencia y sus explicaciones y diagnósticos son claros y precisos. Creo que toda persona de la tercera edad desearía esas cualidades en un médico. 

Pero lo de “calidez”, eso sí que quisiera cuestionar. En varia ocasiones he sido testigo de quejas en “Centenario” por esa mal definida “calidez”. No por mala praxis, sino por mala atención. 

La primera vez fue en el sótano; la otra, en recepción y la última vez ha sido en Rehabilitación. Curiosamente, en todas estas ocasiones, se repetía la misma escena: pacientes quejándose por el mal trato que recibieron y sintiéndose aún más indignados porque no recibían una disculpa sincera por parte del personal. Algunas veces pedían llamar al supervisor y en otras, simplemente alzaban la voz, como intentando que su reclamo sea escuchado, aunque sea entre nosotros mismos, los pacientes. 

Una vez me dio pena ver a una señora en esa situación. Era una persona mayor y había venido sola a su sesión, pero fue mal atendida en el counter de Rehabilitación. “La señorita no me explicó bien y ahora, se burla de mi reclamo” fue lo que ella repetía a la supervisora. 

Realmente, es inevitable dejar de escuchar estas quejas. Algunas personas gritan y otras se quejan en voz baja, luego pasa el momento y todo vuelve a la normalidad. 

Yo no he estado en ese mismo momento, cuando ocurrió la mala atención, pero sí cuando la gente alzaba la voz y se quejaba, llamando la atención de todos. Uno sale de la clínica viendo y escuchando todo esto y se pregunta: “¿Estarán exagerando?” 

Pero hasta que a uno no le pase eso, casi siempre se sacará cara por la institución y se pondrá en duda, más bien, las quejas de los pacientes. “Al fin y al cabo, son extraños, ¿No? En cambio, la Clínica es de nihojin. No, ¡Cómo van a hacer eso! No creo”, es lo que yo pensaba. Pero me equivoqué. 
Imagen tomada de Clínica Centenario
"Excelencia y Calidez que cuidan tu salud" (Clínica Centenario. Lima-Perú)
El miércoles pasado, 3 de junio de 2015, mi mamá tenía cita con su geriatra en “Centenario”. Por la edad que tiene (82 años), siempre tengo que acompañarla. Como es costumbre, primero vamos a la Oficina de Asociados, para sacar la boleta de atención antes de subir al consultorio. Siempre son distintas las personas que nos atienden, pero en general, siempre nos reciben con un saludo y se despiden con un “arigatou” o “gracias” o sino, con una expresión cordial. Hasta nos hacen sentir como si estuviéramos en casa. 

Pero ese día fue la excepción. Entramos a la Oficina y no había nadie, solo una encargada que, felizmente, no nos atiende muy seguido. Pero las veces que lo hace, tengo la impresión que está molesta. A veces no responde al saludo o sus respuestas son muy cortantes y bruscas. “Debe ser que está cansada” dice mi mamá al salir. 

Ese miércoles, ni bien empujé la puerta vaivén para entrar, esta encargada nos vio, pero fingió seguir mirando la pantalla de su computadora. No nos dijo nada. Ayudé a sentar a mi mamá en el sillón y me acerqué al escritorio. Como la vi ocupada, me acerqué lentamente y le dije “Buenas tardes, mi mamá tiene cita…” y no me dejó terminar. Abruptamente me interrumpió con un “Paguen afuera, que ahora estoy cerrando la caja” sin despegar la mirada de la pantalla y sin decir nada más. Me quedé por unos segundos en blanco. Hice salir a mi mamá y la llevé hasta recepción. 

“¡Caramba! Está viendo que estoy entrando con mi mamá y no me dice nada. ¡Hasta espera que mi mamá se acomode en el sillón y que yo misma le hable para decirme que no atiende!”, “¡Como nos hizo perder tiempo!”, “¿Podré dejar esperando a mi mamá en la Oficina mientras voy a la caja a “pagar”, para que mi mamá no esté caminado de aquí para allá?”, “¿Por qué no estaban las otras chicas?” 

En solo breves segundos, todas estas ideas pasaron por mi mente. Al final, busqué un lugar para que mi mamá me esperara mientras yo hacía mi cola para “pagar”. Quizás, por el humor que tenía la encargada de la Oficina, ella terminaría botando a mi mamá del lugar, porque me dijo que estaba cerrando la caja. Eran las 4:50 p.m. 

En cambio, en el ingreso, había una señorita muy atenta con “happi” que me explicó que no había personal y que por eso, ya no estaba atendiendo la oficina de Asociados. Y aunque no era necesario, hasta se disculpó por ello.

¡Qué diferencia! Si por lo menos la encargada de la oficina nos hubiera explicado algo o por lo menos, mostrado algo de empatía con nosotras, mi impresión hubiera sido diferente. Pero la primera impresión es la que cuenta. Y lamentablemente, fue una mala impresión por una mala atención. 

No dije nada el mismo día que pasó. Mi mamá tenía su cita con el geriatra y quería que pasara una tarde agradable. Aunque su geriatra nos atendió una hora después de nuestra cita programada, salimos contentas de su consultorio. Nos atendió muy bien, como siempre. Pero, realmente, hay cosas que uno no puede dejar por alto, como el mal momento que pasamos ni bien llegamos a Centenario. 

Lo que nos pasó este miércoles pasado, podrá volver a pasar otra vez, sea con nosotras o con otras personas. Y como si fuera un deja vú, me acordé de aquellas veces que vi a algunos pacientes reclamar por una mala atención. 

Hasta ese momento, no le di mucha importancia, pensando que eran casos aislados. Hasta llegué a pensar que la mala atención era por la inexperiencia de los trabajadores recién contratados, ya que a veces se suele confundir inexperiencia con arrogancia o apatía.

Realmente hay muchas cosas que pasan dentro de “Centenario”, que generalmente se comentan como un secreto a voces. 

No solo hay deficiencias en cuanto a la atención al paciente, sino también con los trámites administrativos, que generalmente no son tan ágiles o transparentes como uno desearía que sean. O con la aparente falta de orden, en donde la boleta de las citas previas y los resultados suelen traspapelarse detrás del mostrador y el paciente tiene que esperar para que los encuentren (si es que no se pierden). O la mala praxis de algunas enfermeras o médicos, en muy contados casos. Hay cardiólogos que se resisten a actualizarse y solo prescriben medicamentos inexistentes y la mejor solución que ofrecen es recomendar a otro colega pero del Policlínico. O con algunas técnicas de oftalmología, que ignoran las condiciones médicas del paciente y los reclamos del familiar que los acompañan, para practicar en ella procedimientos contraproducentes que agravan aún más otras enfermedades que pueda tener, todo con tal de hacer su trabajo. O cuando uno quiere saber si tal procedimiento o examen incluye el descuento por ser “nikkei mayor de 80” pero no puede acceder a dicha información. Dicen que hay que pagar primero para luego, saber si hay descuento, como si fuera un premio, porque el sistema no permite anticipar información (además que demuestra falta de interés por apuntar, aunque sea a mano, una lista con los procedimientos que sí incluyen el descuento y cuál sería su porcentaje, si es que el sistema es tan intransigente). 

Por “culpa” del sistema, una obachan podría tener que buscarse otro centro de salud más económico. Por ejemplo, si esta obachan ha llevado solo 300 soles para su chequeo y le piden ese día una tomografía urgente valorizada en 580 y que podría estar afecto a un 50% de descuento por ser “nikkei mayor de 80”, no lo podrá hacer. 

Nadie puede garantizarle que su tomografía termine costándole solo 290, a menos que ella esté segura que se hará el examen y le generen una boleta de venta, recomendándole a la obachan que tenga en cuenta el precio real sin el descuento; ya que el descuento sería como un “premio”. Todo por “culpa” del sistema. 

Y ¿saben? Esta obachan era mi mamá, la misma que tuvo que pasar por las otras deficiencias antes descritas. 

Realmente hay muchos aspectos que “Centenario” debe mejorar. Quizás sean detalles, pero la mala atención es un defecto que ninguna institución debería permitir. Quizás se debe a cierta desidia por parte de las autoridades o quizás a una mala labor por parte de RRHH que no sabe elegir a la gente idónea para cada puesto. 

Hago hincapié en esto, porque creo que la atención al público que se ofrece en un centro de salud debe ser más cuidadosa, porque una buena atención es sinónimo de calidez en el trato, confianza entre el paciente y la institución y naturalmente, una buena imagen. 

Esta mala atención, carente de respeto o calidez, se percibe en varios ambientes de “Centenario” y, como si fuera una enfermedad, ha llegado incluso a contagiar a la Oficina de Asociados (un espacio en donde nikkeis atienden a otros nikkeis), como me he dado cuenta el día miércoles. Y esto es lo que me molestó y, a la vez, me asusta.

Si este defecto que muchos comentan y se ve, como es la mala atención, ha llegado incluso a las Oficina de Asociados, creo que ya es un problema serio, que, al parecer, desconocen las autoridades de “Centenario”, porque aún su website sigue alardeando de una supuesta “excelencia y calidez” en su trato humano, cuando la realidad es otra.

-------------------------------------------------------------------------------------------------------------
ACTUALIZACIÓN (6 DE JULIO DE 2015)
Carnet de socio de mi oba (antes de 1990)
"MI OBA SIEMPRE REGRESABA A CASA CONTENTA" (post publicado en el Fanpage de Jiritsu en Facebook 

(A propósito del artículo: “Calidez”: Una cualidad que se está descuidando en "Centenario", publicado el pasado 4 de junio de 2015 en el blog:
http://jiritsujp.blogspot.com/2015/06/calidez-una-cualidad-que-se-esta.html)

Recuerdo que mi oba siempre regresaba contenta de Kaikan. (¿O habrá sido de sus reuniones del Comité San Francisco?¿O de Fujinkai?¿O de los tanomoshi? A decir verdad, no me acuerdo bien).

Mi oba solía participar en tantas reuniones de la "colonia"(*) que andaba de aquí para allá. Pero lo que sí me acuerdo, es que ella siempre regresaba a la casa contenta. "Todo estuvo bien bonito", nos decía.

Y así fue cómo fue creciendo mi percepción sobre la colonia. Siempre había relacionado "colonia" con "todo es bien bonito", como decía mi oba.
Pero, como algunos sabrán, hace un mes tuve una experiencia no muy agradable con una de las instituciones de la colonia, la Clínica Centenario. No me quejé públicamente, porque crecí con esa frase de mi oba: "no te quejes, nihonjin no se queja".

Pero al estar en casa, ya ordenando mejor mis ideas, pensé que lo mejor era hacer una catarsis y ya que soy blogger, ¿por qué no compartir una (mala) experiencia que tuve en el blog?

Pensé que la reacción de las personas iba a ser negativas hacia el blog, pero fue lo contrario.
Me escribieron por inbox contándome sobre sus experiencias personales. Eran gente como yo, también nikkei, pero que creo que crecieron con esa idea de que "¡gaman!... nihonjin no se queja".

Pero, ¿saben lo que más quiero resaltar de toda esta experiencia?
Después de unos días, el 8 de junio recibí una llamada a mi casa de la Clínica Centenario, en donde la nesan que nos atendió sin la característica "calidez" que se publicita en la clínica, nos ofreció las disculpas del caso.

Coincidentemente, en esas últimas semanas, me escribieron algunas personas contándome las "buenas nuevas".
Me contaron que han notado un cambio últimamente en Centenario, sobretodo en la atención al público en general, y en especial en la conocida oficina de asociados.

"Ahora, la nesan nos atendió con una amplia sonrisa. Había gente en la oficina, pero a todos atendió con una sonrisa", era lo último que un lector me comentó.

Bueno, desde esa vez, mi mamá y yo ya no vamos a la oficina de asociados. "Más tranquilo está afuera", me dice (refiriéndose a las ventanillas de recepción), así que solo me queda imaginarme esa escena que me describió un lector.

Y en estos últimos días, he ido a Centenario acompañando a mi mamá para sus chequeos y no sé si será coincidencia o la sección en donde estuve (reumatología), pero la atención fue más detallada y cordial que antes y que en otras secciones.

Eso es lo que quise rescatar al reavivar este post.
Esmerarse por mejorar y saber oír. Pero me deja pensando en cuánto nosotros, como nietos (o bisnietos) de estos primeros issei, estamos cambiando la "filosofía" original que ellos nos han inculcado. Respeto por los mayores, cordialidad, esfuerzo y dedicación desinteresada, entre otros.

A veces nosotros, los nikkei, tenemos una mala costumbre que hemos aprendido de nuestros abuelos. "No te quejes, se ve feo ver a un nihonjin quejarse". Pero ¿saben qué? a veces es bueno quejarse, eso sí, de buena forma, como si fuera un feedback para una institución que brinda servicios públicos. Porque la intención de todos es mejorar.

Comparto como imagen de este post, el carnet de asociados de mi oba, cuando frecuentaba la APJ o "Kaikan" como ella lo llamaba.

Como les había contado, ella siempre regresaba contenta de todas sus reuniones de la "colonia". Ella nos decía con orgullo: "Mira, nosotros, los nihonjin hemos hecho todo esto". En sus tiempos, aún "Centenario" no existía. Creo que se hubiera sentido más orgullosa aún.

Ahora, viendo como una retrospectiva, me deja pensando. ¡Cómo ha cambiado el tiempo! ¿no? A veces creo que nosotros mismos, la nueva generación, sin darnos cuenta estamos "cambiando" algunas cosas que ellos crearon con tanto cariño para nosotros.


(*) colonia= referida a la colonia o colectividad japonesa en Lima.

domingo, 17 de mayo de 2015

Haciendo un mea culpa: el saqueo del 13 y 14 de mayo de 1940

Un intento por explicar el por qué y quiénes fueron los culpables del saqueo del 13 y 14 de mayo de 1940

Creo que este mes me quedará algo corto. En estos días se me acumuló el trabajo y he tenido al blog sobreviviendo a punta de post cortos. Y justo en este mes, hay muchas fechas importantes para recordar. 
El tiempo se convierte en mi peor tirano en estos días y tengo que escoger lo que voy a escribir para el blog o para la revista en donde colaboro

“Bueno”, me dije, “voy a publicar algo por el día de la madre, del trabajo; alguna mención sobre la guerra de Okinawa, una que otra nota curiosa y por qué no, el saqueo de 1940”. Todo estuvo bien, sin novedad. La gente le daba “like” a los posts y a veces, compartían o comentaban. Todo estaba ok. Pero cuando escribí sobre el saqueo, me di de bruces con la realidad. 

Le gente le daba “likes” o compartían tantas veces la noticia, que pensé que iba a viralizarse y así, más gente se enteraría sobre el saqueo. Pero al final, terminó cayendo en los “Face” de algunas personas que no compartían mi misma opinión. Bueno, eso pasa cuando uno escribe. Siempre hay opiniones de todo tipo, a favor y en contra. Eso lo entiendo. Pero, realmente, todavía me siento algo fastidiada. 

Aún no puedo entender el por qué algunas personas me criticaron por ese artículo. “¿Cuál es la razón de ese artículo?”, “Hay que olvidarnos de eso, ¿acaso estamos buscando a los culpables?” o “Mi mamá me cuenta cómo sufrió con el saqueo, por respeto a su dolor, hay que olvidar.” Realmente, no entiendo. 

Hasta ayer, creí que era verdad cuando dicen que “el tiempo cura las heridas”. Con 75 años a cuestas, el saqueo ya debería haberse convertido en un recuerdo más, casi indolente para muchos. Casi todos los principales protagonistas del saqueo (los adultos que soportaron la carga de proteger a la familia en esa época) ya no están con nosotros. 
Los únicos testigos directos que quedarían serían entonces los hijos, que para esa época aún eran unos niños. Y muchos otros recordarían el saqueo solo por lo que han escuchado. Es decir, el recuerdo del saqueo ya no debería doler mucho. 

Imagen tomada de: Discover Nikkei - Museo de la Inmigración 
Japonesa al Perú "Carlos Chiyoteru Hiraoka"
Vista de la fábrica de gaseosas del Sr. Tanaka después del saqueo.



Pero aun así, hay quienes prefieren olvidar. Y si alguien pretende recordar el saqueo, ¡ay de ellos!, que serán mal vistos y criticados. Sí, creo que entiendo. 
Quizás el dolor de aquellos días aún no se puede borrar. 
Pero, ¿por qué no decimos o sentimos lo mismo, cuando recordamos las guerras o las deportaciones o los campos de concentración? 

Cuando alguien menciona sobre el saqueo, casi siempre (de las veces que he conversado, leído o escuchado de otras personas mencionando sobre el tema) mencionan también las deportaciones y los campos de concentración en los Estados Unidos, como si todo fuera un hecho único. 
Así, es como si le restaran importancia al saqueo o se demostrara cierta falta de conocimientos de los hechos. 

El saqueo fue un evento que duró 2 días, con hechos que se resumen en un sentimiento anti-japonés disfrazado de violencia generalizada y que estuvo dirigida por quienes aún permanecen en el anonimato. Supuestamente, para muchos todos estos hechos se resumirían en robo y más robo. No habría más que hablar. Y el solo hecho de nombrar el saqueo, genera aún inconformidad para algunas de estas personas. 

Hay que olvidarlo” es lo que dicen. Parece que fuera algo fácil. Es como si arrancáramos de un libro de historia algunas de sus páginas, las que no nos gustan. Pero no lo es. Al final, tendríamos un libro de historia incompleto y con un libro así, con hojas faltantes ¿alguien podría entenderlo? El saqueo fue más que un “simple latrocinio”, como también he leído por ahí como comentario a mi artículo

El saqueo fue como el clímax de ese sentimiento antijaponés que se estuvo gestando desde tiempo atrás en el Perú. En cualquier momento, como si fuera una bomba de tiempo, iba a explotar. 

Paradójicamente, cuando muchos pensaron que esos 2 días que duró el saqueo fueron los peores días de sus vidas, se equivocaron. Apenas fue el preludio de lo que vendría más tarde. Las deportaciones fueron la excusa perfecta para demostrar ese sentimiento anti japonés que ahora tenía nombre y además, poder. Era el gobierno. 
El gobierno de turno fue quien manejó - bajo sus propios intereses y la de terceros- el destino de muchos japoneses residentes en el Perú. 

A solo un año del saqueo, Japón declaró la guerra a los Estados Unidos. Y un año después, comenzaron las deportaciones de japoneses a los campos de concentración de los Estados Unidos. Y así continúa el resto de la historia, que conforme avanza a través del tiempo, se vuelve más clara y menos “dolorosa”. Ya nuestra amnesia selectiva desaparece. 

Pero, ¿saben? Aún se me quedó la duda. Si el saqueo afectó a muchas familias de japoneses en Lima y Callao, ¿Por qué algunas personas prefieren olvidarlo? 
Generalmente, uno quiere olvidar los malos momentos y así podría entender cuando me dicen que “es mejor olvidar el saqueo”. Pero si las guerras o las deportaciones también son malos recuerdos, ¿por qué preferimos recordarlas y al saqueo, no? 

Entonces, creería que uno quisiera recordar solo aquello que nos victimiza, en donde destacamos nuestra supuesta fragilidad ante la coyuntura y cómo logramos superarla al final. Pero el saqueo, ¿acaso los japoneses afectados no fueron víctimas? A veces uno quiere olvidarse de aquello que le trae malo recuerdos o le avergüenza. Quizás sea por eso. 

Hace más un año, más o menos, estuve leyendo material sobre el saqueo. Uno de los documentos que más me llamó la atención fue un PDF que encontré en internet y que menciona el saqueo. Se titula “¿Quién eres?¿Quién soy?:el papel de la otredad en el desarrollo de la identidad asiática en el mundo hispano” de Victoria Nguyen (2013). Y luego vinieron otros textos (y que menciono al final de este post). 

Poco a poco comencé a darme cuenta que quizás algunas personas prefieren olvidar el saqueo más por vergüenza y temor que dolor, que fue aprendido de lo que escucharon de sus familias o de terceros. Vergüenza por sentir que ellos mismos provocaron de alguna u otra forma el saqueo y temor, porque nadie los iba a ayudar. ¿Qué más puedo pensar? Será que veo la historia con cierta frialdad (objetividad) que no entiendo el por qué algunas personas prefieren que se olvide el saqueo de la historia. 

Solo unos pequeños extractos de la tesis de Nguyen: 
“[…] los peruanos habían construido una identidad japonesa que consistió en la monopolización económica y la invasión de Perú. La percepción peruana sobre los japoneses solo empeoró con el tiempo […] Catalizó una gran cantidad de rumores y mentiras. […]La violencia peruana no estuvo basada en el odio ciego, sino en el miedo de las capacidades de los japoneses.[…] Por las divisiones tan fuertes entre los dos grupos étnicos, nunca había una oportunidad para entender la perspectiva o las características verdaderas de los japoneses y por lo tanto solo podían acceder a la falsa información.[…]el miedo se intensificó hasta llegar al odio y por último la violencia.[…]”[1] 

Creo que en el saqueo no hubo un solo culpable. Creo que todos han sido culpables: los peruanos y los japoneses, de alguna u otra forma. 

La violencia generalizada durante los saqueos del 13 y 14 de mayo demuestran la irracionalidad con que se actuó. La turba actuó siguiendo un plan: la de sus instintos. 
 Los rumores que corrieron intencionalmente días previos fueron suficientes como para azuzarlos para atacar a su supuesto enemigo: los japoneses. Pero los verdaderos autores del saqueo permanecieron escondidos, incluso hasta el día de hoy. 

Aún así, los japoneses prefirieron callar, por vergüenza y también por miedo, impotencia y resignación, porque el gobierno ya no los ayudaría. En poco tiempo, vendrían épocas peores para ellos. 

Pero, ¿En qué se equivocaron?¿Qué fue lo que hicieron los japoneses para que los saquearan? Quizás ellos mismos también tuvieron la culpa. Parece que su propia conducta fue la que terminó por provocar esa reacción tan violenta por parte de sus detractores. 

No hay hoja en los diarios El Comercio o La Prensa de los años 30 en donde no encontremos algún aviso de negocios de japoneses en Lima. A veces podían acaparar toda una hoja, destacándose fácilmente de los otros avisos de la competencia (peruanos).
“[…]Cuando se oye que en la radio no pueden pasar 10 minutos sin que se digan tres anuncios japoneses y cuando se ve que no es posible leer una página de diario peruano sin ver que lo japonés predomina[…]”(Don Julio y Manuel González Tello).[2] 
Este comentario de uno de esos tantos intelectuales de esa época, nos confirma que, para algunos, ya resultaba un fastidio esta situación. Los japoneses acaparaban los negocios y lo demostraban abiertamente. Publicaban avisos publicitarios en donde ofrecían descuentos imbatibles o promociones y ofertas que atraían a la clientela de cualquier competencia. Mucha de esa clientela venían de los negocios cuyos dueños eran peruanos. 

Los negocios se multiplicaron. Viendo el éxito de sus paisanos, muchos japoneses también quisieron tener la misma suerte y abrieron negocios de todo tipo. Al principio, no hubo control. La proliferación de negocios de japoneses en solo Lima alarmaba a sus detractores y preocupaba a su competencia:
“[…]De un total de 215 entre cafés y cafetines, 158 están en manos de japoneses y 27 en manos de peruanos; el resto, está repartido en propietarios de distintas nacionalidades. En el renglón de picanterías, hay 92 regentadas por japoneses y 85 por peruanos; en el ramo de panaderías hay 78 explotados por… japoneses y 36 por panaderos peruanos, pero en ningún ramo la absorción japonesa es más decisiva que en el de la peluquería que regenta en la proporción abrumadora de 140 establecimientos, siendo, la cifra que representa el número de peluquerías nacionales de 55. Podemos decir que el barbero nacional casi ha desaparecido..[…]”[2] 
Este virtual acaparamiento japonés del mercado peruano, provocó el cierre y traspaso de muchos negocios de peruanos, que ya no podían seguir ante tal competencia japonesa, que al parecer, era más próspera y rentable: 
"[...]La prosperidad de los japoneses se evidenciaba en la constante contribución que hacían a hospitales y beneficencias, siendo percibidos como un grupo privilegiado[...]"[4] 
La diferencia de idioma y de cultura, sumado al ambiente hostil en donde vivían, propició que la sociedad japonesa fuera cerrada, en donde la interacción con los peruanos parece que no era tan necesaria, salvo en la relación comercial: proveedor-cliente. 

Así, los japoneses crearon sus propias escuelas y gremios y posteriormente, asociaciones. Sus empleados eran generalmente sus propios paisanos y hasta tuvieron sus propios diarios. Era como si vivieran en su propio mundo. Pero la percepción distorsionada de los peruanos acerca de los japoneses venía de tiempo atrás. 

Para los japoneses era una forma de protegerse como comunidad extranjera dentro de un país que a veces le resultaba hostil. Pero para los peruanos, esto no era muy bien visto. Todo este resentimiento hacia los japoneses comenzó casi desde la época del trabajo en las haciendas. 

En muchos casos, los contratos de trabajo fueron incumplidos por los hacendados y como respuesta, los peones japoneses se negaban a trabajar[1]. 
Muchos se fugaron de las haciendas antes del término del contrato, escapándose a otras tierras (por ejemplo, Argentina) o llegando a Lima, para trabajar como mayordomos o vendedores ambulantes, antes de establecer sus primeros negocios. 
“[…]Al principio, los peruanos consideraban a los japoneses como buenos trabajadores que ayudarían la economía peruana. Sin embargo, cuando los colonos desafiaron a sus dueños, la imagen japonesa cambió en las mentes peruanas. De repente, los japoneses eran irrespetuosos y no estaban dispuestos a trabajar. La percepción peruana sobre los japoneses cambia de una manera negativa cuando la realidad de los japoneses no corresponde a la definición creada por los peruanos.[...]"[1] 
En pocas palabras, fueron las diferencias culturales, la percepción distorsionada del otro (peruano y japonés) y, con el correr del tiempo, el crecimiento notorio de los comerciantes japoneses y su afán de lucro. 

Como eran trabajadores temporales, estos comerciantes trabajaban mucho para poder ahorrar dinero más rápido y así regresar a su patria o simplemente, trabajaban mucho para poder vivir mejor en Lima que cuando estaban en Japón. 
Pero sea cual fuere la razón, era mal visto por los otros comerciantes peruanos. Aparentemente, esto explicaría el origen del rechazo, la envidia y el racismo. 

Pero, ¿lo mismo no pasaría con otros inmigrantes, como los chinos, alemanes, italianos, etc.? Sí, debería ser igual, pero hubo un mayor rechazo (si no, exclusivo) hacia los inmigrantes asiáticos (chinos y japoneses) que hacia los europeos. 

Los intelectuales de la época, en los inicios de la inmigración japonesa, idealizaban un mejoramiento de la raza peruana, atrayendo a inmigrantes europeos. Pero, a diferencia de otros países vecinos, como Argentina, Chile, Brasil y Uruguay[3], el Perú no reunía condiciones económicas y políticas muy favorables como para atraer a un número considerable de inmigrantes europeos que ayuden a “mejorar la raza” y que estén dispuestos a trabajar como peones de haciendas o en los cañaverales; atrayendo, en cambio, a inmigrantes chinos y japoneses: 
“[…]El más conocido de estos críticos fue Clemente Palma quien, desde 1899, a semanas de la llegada de los japoneses, afirmó que esta inmigración podía ser favorable desde el punto de vista comercial, pero constituía un “crimen sociológico[…]"[4] 
Siempre estuvo latente ese deseo oculto, por mejorar la raza, entre algunos intelectuales de la época. Con el tiempo, la prensa de la época se encargaría de difundirlo entre el pueblo, disfrazado como opiniones de coyuntura o actualidad nacional, en donde hablaban del acaparamiento japonés de los mercados peruanos o el peligro expansionista japonés,entre otros. 
Con el tiempo, la percepción peruana sobre los japoneses empeoró. En el otro lado del océano, el militarismo japonés se expandía por el Asia en guerras y dominios y los peruanos comenzaron a asociar esta agresión con todos los japoneses.[1] 

A esto, si le sumamos la percepción que tenían de ellos como una comunidad cerrada y ambiciosa (por el tema de los negocios), el sentimiento antijaponés iba creciendo más y más, como si fuera una bola de nieve. Finalizo con una cita de la tesis de Victoria Nguyen: 
“Esta creencia junto con el miedo de la pérdida de su prosperidad económica justificó las acciones de los peruanos contra los japoneses."[1] 
Los japoneses de esa época proyectaron una imagen que fue malinterpretada por los peruanos. Los japoneses querían sobrevivir en un país extraño. Trabajaron y se esforzaron mucho, pero muchas veces este deseo afectaba al de otros. Así ya era fácil eliminarlos. Hubo quienes, sentados desde algún lugar privilegiado, aprovecharon esta situación para manejar libremente las voluntades de las masa y así utilizarlos, sin que se dieran cuenta, para sacar del escenario a aquellos que interferían, quizás, con sus propios intereses económico, que eran los japoneses. 

FUENTES: 

[1] NGUYEN, Victoria. ¿Quién eres? ¿Quién soy?: El papel de la otredad en el desarrollo de la identidad asiática en el mundo hispano. (2013). Honors Thesis Collection. Paper 134. Págs. 66-71.

[2] GUEVARA, Víctor. Las grandes cuestiones nacionales. Lima: Talleres Tipográficos de H. G. Rozas. 1939. Págs. 155-156. 

[3] NAKAMOTO, Jorge M. “Discriminación y aislamiento: el caso de los japoneses y sus descendientes en el Perú” en Primer Seminario de Poblaciones Inmigrantes, Tomo 2, CONCYTEC. Págs. 188. 

[4] CONTRERAS, Carlos. Compendio de historia económica del Perú. Tomo 4. Economía de la primera centuria. Independiente. Lima: IEP Instituto de Estudios Peruanos IEP (Instituto de Estudios Peruanos). Pág. 76. 

--------------------------------------------------------------------------------------------------------
NOTA:

No siempre uno desea revivir la historia para buscar culpables. Los verdaderos culpables ya no están presentes. Pero, nosotros sí. Y nosotros pretendemos seguir con el ejemplo de nuestros abuelos, recordar sus bailes y costumbres; como si todo en su vida fuera solo eso. Pero cuando queremos recordar la historia, parece que aparece cierta censura. 

Comparto el comentario de Pedro Noguchi sobre este tema (querer olvidar hechos históricos y que fue publicado como comentario en el Facebook de Jiritsu, en el post del 13 de mayo, 10:45p.m.), haciendo una analogía muy interesante con el estreno de la película “Gloria del Pacífico”, que recrea la guerra con Chile y que aún genera tanta pasión y opiniones encontradas el día de hoy, como hace más de 130 años:

“[…]Voy a hacer una analogía con lo que le sucedió a mi amigo Juan Carlos Oganes antes de estrenar su película Gloria el Pacífico, que desnudó con mucha objetividad detalles poco conocidos sobre la guerra entre Perú y Chile. Aún sin haberla visto, hubo un sector de la crítica que afirmaba que no tenía sentido revivir hechos históricos dolorosos para el Perú porque sólo alimentaría nuestro resentimiento con el vecino país y que se debería dar vuelta a la página. No esperaban que el enfoque de la película era una autocrítica hacia nosotros mismos, que se perdió por la desunión y los intereses particulares de la oligarquía de la época. Comisiones debajo de la mesa para comprar armamento inservible y corrupción política. ¿No nos parece familiar esa historia con la actual? Entonces el mensaje es claro para todos los casos. Recordar la historia es importante para evitar repetirla y poco favor nos hacemos si barremos bajo la alfombra los hechos dolorosos.[…]”

miércoles, 15 de abril de 2015

El secreto del éxito de los primeros comerciantes japoneses en el Perú

En estas últimas semanas he estado escribiendo para una revista online (Punto de Encuentro). Me dijeron que escriba cualquier cosa que esté relacionada con la cultura japonesa o nikkei. 
Y eso hice, pero me doy cuenta que casi todos los artículos que he escrito tratan sobre antiguos negocios de japoneses en Lima: peluquerías, cafetines y hasta fábrica de chicha de jora. Simple casualidad. 

Y no solo eso, la lista se alarga aún más, si incluyo a otros negocios que recuerdo como fondas, encomenderías, fábrica de carrocerías, panaderías, entre muchos otros. Además, ¿Quién no ha tenido que ayudar alguna vez en el negocio de la familia? Quizás muchos de nosotros recordamos a la tienda del oji o de la oba. 

Así que es inevitable decir que el oficio de la mayoría de los primeros inmigrantes japoneses en el Perú era el de “comerciante”. Después del trabajo en las haciendas o ingenios azucareros, los primeros inmigrantes japoneses decidieron incursionar en los negocios. 

Lo único que tenían eran sus ganas de trabajar para sobrevivir. Ellos vieron una oportunidad de negocio en todo, como dice la frase: “Donde hay una necesidad, hay una oportunidad de negocio”. Y parece que les fue bien. 
Muchos tuvieron éxito y tuvieron negocios prósperos que hasta se referían de ellos cariñosamente como “su mina de oro”, como así he escuchado de algunas personas y de mi propia oba. 

¿Cuál habrá sido su secreto? Viendo a mi propia oba, yo diría que es una mezcla entre suerte y dedicación. Pero no era solo eso. 

PRECIOS BAJOS 
En el caso de las pulperías o tambos, una de las razones de su éxito era principalmente los bajos precios[1], que no siempre llegaba a gustar a todos, sobretodo a la competencia: “[…]Menos fácil para el crédito que el chino, atrae, sin embargo, tanto como él al peruano, por la baratura con que su sistema de trabajar en familia o simplemente por la alimentación, le permite una mayor ganancia dentro de un precio menor. Castiga deliberadamente los precios, por debajo del costo, para arruinar a los competidores o para asegurar la clientela.”[...][1] 

Y para quienes se preguntan si existía el “fiado” (o dar al crédito) en aquellas épocas, la respuesta es “Sí”. 
El crédito o “fiado” también se practicaba en muchos negocios de japoneses, creándose un vínculo más cercano entre la gente del barrio y el comerciante japonés. 



ROTACIÓN DE PRODUCTOS
Aunado a los precios bajos, la rotación de los productos (mercaderías) genera siempre una expectativa positiva frente a los clientes, que siempre estarán esperando por las novedades del momento. 

“[…]Una de las razones por las cuales las bodegas del tipo del «chino de la esquina» se multiplicaron con facilidad, era el sistema comercial adoptado, que se basaba en precios bajos y muchas ventas.[…]”[2]
Muchas bodegas, encomenderías o pulperías fueron traspasados a comerciantes japoneses, quienes las adquirieron de otros inmigrantes como chinos e italianos. Y el secreto también pasó de manos.

En realidad, nadie perdería con este sistema. El dueño de la tienda gana más vendiendo más productos y sus clientes también, adquiriéndolos a precios bajos. Lo importante es rotar rápidamente la mercancía.[2] 


BUEN AMBIENTE 
Pero si un negocio tiene un ambiente soso y hasta aburrido, podría espantar a los clientes hacia la competencia y con esto, las ganancias. 

“[…]el japonés, sobre todo el dueño de pulpería o de tambo, hace de su negocio un centro de concurrencia, de información y de influjo[…] Instala el fonógrafo o el radio para convertir su tienda en una especie de menudo centro social en el que se sigue consumiendo[…]”[1]. 

Tiene una similitud con lo que vemos ahora, en donde se acostumbra “amenizar” el ambiente de un negocio, con algo de música de fondo o simplemente con noticias del momento de la TV. 


BUEN TRATO Y AFINIDAD CON LOS CLIENTES 
Otra razón que explicaría el secreto del éxito en los comerciantes japoneses sería la preferencia de los clientes. 

“[…]Un cliente promedio entraba sin mayores problemas a cualquier negocio administrado por un japonés, pues se sentía superior a él. En cambio, se le hacía difícil ingresar al negocio de un italiano o de otro peruano, que venían a ser lo mismo que él […]”.[ 2] 

Es algo confusa esta razón, pero también es una de las razones del florecimiento de las tiendas de los japoneses de la Segunda Guerra Mundial. 
Los negocios de bodega y café “[…]eran deseados por casi todos los inmigrantes extranjeros y a los mismos extranjeros les gustaba comprar en ellos por el trato amable, cortés y amistoso que recibían de parte de los japoneses y por el ambiente agradable del local. Los japoneses, si bien no eran de tan buenos modales como los europeos, eran más caballerosos que los chinos.[…]”[2] 

"...afinidad con los 
"cholos y pobres..."
Vista del salón restaurante del Sr. N. Ueno
ubicado en la Calle del Puno 300, Lima.
(Imagen tomada de: 
Álbum Gráfico e Informativo de Perú y Bolivia.
Lima. Nippo Shimpo. 1924. Pág. 237.)
Y fantaseando quizás un poco, también se dice que otra de las razones del éxito entre los japoneses era la estrecha afinidad que los japoneses encontraron con “los cholos y los pobres”.[1] Otra razón que explicaría el por qué los japoneses promovían el comercio y la amistad entre los nativos. 

Con el ejemplo de la similitud de Manco Cápac postulada por Loayza por los años 20, algunos creían en un origen común entre los japoneses y la gente del Ande. Este contacto comercial entre japoneses y los nativos, se basaría en esta creencia. Hasta se podría decir que era como un slogan: “Compre en familia”[1] 


LARGAS HORAS DE TRABAJO (DEDICACIÓN) 
Pero las cosas no se obtienen fácilmente. Hay que tener dedicación y ser constantes. 
Por eso, las largas horas de trabajo es otra de las razones de su éxito. 

En el caso de los cafés y cafetines, los japoneses eran mayormente quienes los administraban. “[…]Estos establecimientos requerían de unas 17 horas de trabajo diario y de una atención muy detallosa y, según la fuente mencionada [informe presentado en 1937 por el director de turno de la Federación de Comerciantes Japoneses del Perú al cónsul de aquél país], a los peruanos no les gustaba trabajar mucho y, por lo tanto, no les interesaba esta actividad.[…]”[2] 

"[...]En 1936, un inmigrante japonés que administraba una panadería que también ofrecía café, escribió en su diario que sus empleados trabajaban en turnos de mañana y noche, y que por eso en su local se atendía las 24 horas del día (Nakachi 1979:892). Incluidos los descansos, los turnos eran de 18 horas en la mañana y de 15 en la noche. Otro ejemplo es la declaración de una japonesa que administraba ella sola un café. Según esta mujer, en su establecimiento el horario de atención era de seis y media de la mañana a dos y media de la madrugada. Si a esto se le sumaba el tiempo que tomaban los preparativos para iniciar la atención y los arreglos después de cerrar el local, sólo(sic) le quedaban de una a dos horas para descansar (entrevista realizada en Lima el 23 de marzo de 1997).[...]"[2]

Tantas horas de trabajo no eran en vano. El negocio tenía que estar abierto la mayor parte del tiempo, sacrificando el descanso y la vida familiar, si es necesario. 

El objetivo: los japoneses querían ganar y ahorrar dinero lo más rápido posible para así, hacer realidad su sueño de regresar a Japón y tener una vida mejor. (O tener una vida mejor en el Perú). 

Se afirma que esta costumbre de trabajar mucho fue traída por los chinos (entendiéndose así porque la inmigración china fue anterior a la japonesa): “[…]Los chinos trajeron una forma distinta de hacer negocios al Perú. Para los [comerciantes] peruanos, representaban una doble amenaza. Por un lado, perdían cliente; por otro, para no perder clientela, no les quedaba otro camino que ampliar su horario de trabajo.[…]”[2] 

Yo recuerdo, por ejemplo, que mi mamá pasaba la mayor parte del día en el cafetín de mi oba. Incluso, trabajaba los domingos y yo casi no la veía en casa. Y seguramente, muchos de nosotros recordaremos experiencias similares, en donde la vida familiar era casi nula y los padres (o abuelos) pasaban más tiempo en el negocio familiar. 


OFERTAS Y PROMOCIONES 
Además de los bajos precios, merece nombrarse también, a las ofertas y promociones. 
Esta razón del éxito de los negocios de los japoneses, se aplicaría más en las tiendas comerciales, como la Sedería Kudo del Centro de Lima y sus “realizaciones de verano” o la Locería Takumi con sus “obsequios para todos sus compradores” y “gran rebaja de precios”, como dicen sus avisos en primera plana en El Comercio de 1938. 
Y realmente, había muchos otros negocios. 

Los dueños querían premiar la fidelidad de sus clientes haciendo sorteos y regalos. 
Un ejemplo de un sorteo bastante peculiar lo hizo la casa Y. S. Yoshida de Chiclayo. Sus clientes, acostumbrados a sus promociones y campañas de navidad y 28 de julio, se sorprendieron cuando se sorteó un auto. Era nada más y nada menos que el propio auto de uno de los sobrinos de Ychitaro Yoshida, el dueño del establecimiento.Un afortunado lambayecano se ganó el auto y Kakuo, el dueño del auto, le entregó el premio "tranquilo, como si nada". [4]


Diario El Comercio. (12/FEB/1938)
Diario El Comercio. (01/FEB/1938)


MUCHO INGENIO ANTE LA ADVERSIDAD 
Lo importante también era la proactividad o el ingenio, como el caso curioso de Heitaro Hayashi, dueño de la Compañía Hayashi. 

Se cuenta que al siguiente día de su llegada al Perú , Hayashi compró productos cosméticos, pantimedias y pañuelos y los vendía en un barrio rojo. Las prostitutas compraban sus productos y con las ganancias obtenidas Hayashi pudo comprar más mercadería. Y como la cortesía es obligatoria en todo negocio, hizo tarjetas en donde se podían leer las frases de “Buenos días” y “muchas gracias”, ya que no sabía hablar español. Esos eran los inicios de lo que sería posteriormente la próspera Compañía Hayashi[3]


BUEN TRATO A LOS EMPLEADOS 
Aunque era común que los dueños de los negocios emplearan a sus propios familiares y paisanos, también contrataban a empleados peruanos. Aunque no lo crean, uno de los secretos para tener éxito es tener empleados contentos.

Darles un buen trato, garantizará que se sientan identificados con el negocio, resultando en un buen trato a los clientes y una confianza mutua, entre empleados y dueños. Y creo que esa es la base de un buen negocio. La casa Y. S. Yoshida de Chiclayo recuerda que sus empleados “[…]no robaban, porque comían bien, los vestían bien y les daban buenos regalos, trabajaban con gusto.[…]” 

Con 7 peruanos y 8 japoneses trabajando en la tienda, la casa Yoshida brindaba un trato como de familia a sus empleados. “[…]vivía la familia en el segundo piso y los empleados tomaban desayuno (ochá) y almorzaban, servían muy bien. Había una buena cocinera. Al mediodía se tocaba una pequeña bocina o corneta y era señal para que un grupo almorzara y después que terminaban, tocaban de nuevo la bocina; el primer grupo pasaban a los mostradores y el segundo grupo se iba a almorzar. Al momento del almuerzo decían «Gohan, Gohan» que quería decir “a comer”. Los domingos hacían comida especial para todos los que trabajaban y vivían en el local. El señor Ychitaro y su sobrino Kakuo trataban bien a los empleados. A todos les regalaba ropa. A los varones les daba tela de casimir inglés. A mí me llevaba a un sastre, Guevara, para que me hiciera un terno a la medida. En los días de festividad (Fiestas Patrias, Navidad, Año nuevo) nos hacia buenos regalos.[…]”[4]

Actualmente, muchos de estos secretos (o "tips", como lo llamaríamos ahora), se ponen en práctica en los actuales negocios (o por lo menos, en la mayoría de estos). 
Realmente, me dejó pensando. Los primeros comerciantes japoneses en Lima sí que sabían como tener éxito (y seguro, que también sabían "eso" que conocemos ahora como "marketing"). 


-------------------------------------------------------------------------------------------------------------
FUENTES:
[1] JOCHAMOWITZ, Luis. Ciudadano Fujimori. Lima. 1993. Pág. 321 

[2] YAMAWAKI, Chikako. Estrategias de vida de los inmigrantes asiáticos en el Perú. Lima. Instituto de Estudios Peruanos. Pág. 93, 94, 97 

[3] NACLA (North American Congress on Latin America). Report on the Americas, Volume 35. Pág. 30. (Mencionado también en: NGUYEN, Victoria. ¿Quién eres? ¿Quién soy?: El papel de la otredad en el desarrollo de la identidad asiática en el mundo hispano. 2013. Honors Thesis Collection. Paper 134. Wellesley College. Pág. 79 

[4] ROCCA TORRES, Luis. Japoneses bajo el sol de Lambayeque. Universidad Nacional "Pedro Ruiz Gallo” y Asociación Peruano Japonesa del Perú. Lima. 1997. Pág. 55, 56.

lunes, 23 de febrero de 2015

Nuestros Ojichan y Obachan: Aquellos Olvidados de las Casas de Reposo

Para las fechas, soy un poco despistada, pero los 20 de febrero, para mí, tienen un significado especial.

Yo tenía una tía que nació un 20 de febrero, pero nunca celebraba sus cumpleaños. Ese día, ella siempre me decía: “¿Tu sabes qué día es hoy? Hoy es el santo de Haya De La Torre” No sé si me lo decía por hacerme una broma, porque mi familia era casi apolítica.
Pero a ella le gustaba mirar los noticieros y si salían políticos, mejor. Aunque ella no entendía mucho, le gustaba escuchar los debates. Casi no le hacía caso. “Ah, ya… ahorita vengo” era lo que casi siempre yo le contestaba cuando me hablaba sobre sus cosas. Y me iba. 

Ella vivía cerca de la Casa del Pueblo y cada 20 de febrero, ella podía escuchar desde su casa los aplausos y hasta los cohetes que algunas veces lanzaban en plena algarabía. Quizás era por eso que ella recordaba muy bien los 20 de febrero, no como su cumpleaños, sino como la noche aprista. 
En casa nadie le celebraba su santo y ahora que ya no está con nosotros, creo que esa algarabía ajena, le alegraba un poco el día. 

No creo que fuéramos malos por no haberle celebrado sus santos, a pesar que ella vivía en nuestra casa. Cada uno de nosotros, “andaba con sus cosas”. Mi mamá, por ejemplo, estaba más ocupada en los asuntos de casa, cocinando o lavando. Nosotros, los “chicos” de la casa, pasábamos más tiempo en la calle que en la casa: había que trabajar y estudiar. Y ella, ya era una persona muy mayor, sin hijos y sola. El día se mudó a nuestra casa fue cuando empezó su verdadera soledad. 

“Me trae muchos recuerdos de él. ¿Puedo vivir con ustedes?” fue lo que nos dijo esa misma noche del velorio. Ella ya no quería vivir en su casa, porque le traía muchos recuerdos de su esposo. Pero no eran bonitos recuerdos, sino recuerdos de una convivencia de más de 50 años. Eran recuerdos de una rutina que la llenaban, de sentirse útil para otra persona. Mi tío era mucho mayor que ella y en todo ese tiempo, mi tía fue la que lo estuvo cuidándolo.

“¡Sí!, ¡claro que te quedas con nosotros!”, fue lo que le respondí cuando regresamos del velorio. Yo misma estaba entusiasmada y me puse a arreglarle un cuarto que teníamos vacío. ¿Cómo no iba a estar contenta? Yo iba a tener viviendo bajo el mismo techo a mi tía, la misma que me engreía un montón y me compraba mis juguetes cuando era una niña. 
Pero, sin darme cuenta, poco a poco, ese entusiasmo por tener a mi tía cerca, se fue convirtiendo poco a poco en indiferencia y finalmente, en estorbo. 

Los “chicos” de la casa, que éramos nosotros, estábamos más entusiasmados con nuestras propias vidas y mi mamá nos alentaba. “¡Diviértanse!”, “¡Estudia mucho!” o “Regresa temprano” y otras frases que ella nos decía y en la que nuestra tía, ya mayor, no estaba incluida.

Mi tía solía pasar los días encerrada en su cuarto. Solo bajaba a la sala por las mañanas para ver la TV o a leer los periódicos y para comer. No había otra persona que “tuviera el tiempo” como para sentarse con ella y conversar, aunque sea de cualquier cosa o de llevarla a pasear. Y ella, nunca se quejaba. Sabía que esa no era su casa. Y nosotros, no éramos sus hijos. Así que habrá pensado “para qué decirles lo que necesito o quiero”. 

Un día, ella tuvo un accidente. Todos estábamos haciendo “nuestras cosas”: mi mamá estaba en su cuarto descansando y mis hermanos, trabajando. Yo en cambio, estaba de regreso de una entrevista de trabajo cuando sucedió el accidente. Ni bien abrí la puerta de la casa, veo cómo mi tía cae por las escaleras. Se golpeó la cabeza y la llevamos de emergencia. 

Estuvo hospitalizada en la clínica y su diagnóstico fue devastador, tanto para ella como para nosotros: demencia senil. Ese fue el único día en el que nos dimos cuenta que ella necesita mucha más atención de nosotros. Pero la vida continúa y había que trabajar, así que fui yo, la que aún no trabajaba en ese tiempo, la que tenía que cuidarla. 

Me quedaba en casa y casi no salía y trataba de cuidarla lo mejor que podía. Así pasaron varios meses, creo que fue un año. La familia, de repente, se alejó. Quizás pensando que representaría alguna carga económica para ellos. Y nos dejaron solos a nosotros, los “chicos de la casa”, o más bien, me dejaron sola con el “problema”. 

Mi hermano estaba en Nihon y mi hermana, trabajando aquí en Lima. Yo acababa de terminar la universidad y ya estaba cuidando a una persona con demencia senil. Mi mamá, en cambio, siempre estaba en casa pero no entendía muy bien la enfermedad y pensaba que era “engreimientos” de mi tía, así que no le hacía caso. 
Así que yo era la única que tenía que cuidarla. 

Yo veía a mis primos y amigos que viajaban, trabajaban o se iban becados y yo también quería hacer lo mismo. Pero no podía. Yo estaba atada a mi tía. Y esa era la palabra con la que yo definía mi relación con mi tía, la misma que cuando estaba más joven y sana, era mi tía favorita que me compraba todos mis juguetes; pero que ahora, ya vieja y enferma, me parecía una carga. 

Recuerdo que una noche ya no podía más y decidí que ya era momento de pedirle ayuda a mi hermano que estaba de viaje. “Regresa, quiero que me ayudes a resolver las cosas aquí”. Y así lo hizo. Regresó al Perú y me ayudó hasta decir basta. Me ayudó a cuidarla, a llevarla a sus controles y a pagar sus tratamientos. En fin, todo lo que una persona con demencia senil necesitaba. Ya para cuando llegó mi hermano, mi tía no caminaba ni hablaba. Ella estaba físicamente bien, pero su mente tenía el control de su cuerpo. 

Si no fuera por mi hermano, no sé qué hubiera hecho. 

Pasaron varios meses en los que ella estaba echada en cama y yo no la podía llevar a la clínica, ni siquiera la podía mover. No tenía a nadie que me ayudara. 

La familia, que venía a visitarla cuando estaba “bien”, ya no estaba para ella. No había ni “kosai”, ni visitas ni llamadas por teléfono. Tenían miedo de preguntar, de sentirse comprometidos con alguien. Ni siquiera me preguntaron cómo yo estaba manejando las cosas o si yo necesitaba algo para ella. Así que todo lo hice a mi modo y recién cuando vino mi hermano de viaje, con él fue con quien iba a todos los sitios que mi tía necesitaba ir. 

En fin. Pasaron como 2 meses y mi hermano ya tenía que regresar a Nihon. Él tenía aún cosas pendientes allá. Y yo, ¿qué hago? En esos 2 meses que él estuvo, yo sentí que tenía a alguien en quien apoyarme y no me sentía sola frente a la enfermedad de mi tía. Pero, si él se iba, ¿quién iba a ayudarme con ella? ¿Quién me iba a ayudar a llevarla a sus controles? ¿A darle de comer? O, ¿en quién podía confiar? 

No nos quedó otra alternativa que internarla en una casa de reposo. Buscamos opciones de todo tipo: asilos estatales y particulares. Los estatales no recibían a pacientes como ella. Y los pocos particulares que había, no nos convencían. Algunos eran demasiado caros y otros, estaban algo lejos de casa. 

Al final, nos decidimos por uno, que era “aceptable”, en precio y atención. Veíamos las propagandas en donde todos dicen que los “abuelitos recibirán mucho amor y cuidado, como si estuvieran en casa” o ponían la foto de unos abuelitos felices, haciendo manualidades o cantando en grupo. “¡Mira!, no se va a aburrir. Va a estar con gente de su edad”, era lo que decíamos entre sí. 

Fuimos a varias casas de reposo para ver las instalaciones y veíamos, sí, a varios abuelitos “felices” mirando TV, sentados en un cuarto pequeño o a algunos echados en su cama cuando, en realidad, ellos eran una muy pequeña muestra de lo que se ve realmente en las casas de reposo. 

“Nos parece bien”. Hicimos los trámites respectivo y ya al día siguiente, llegamos con mi tía y sus pocas cosas a una casa de reposo. Ella ni se daba cuenta (o eso era lo que creíamos). 

Pasaron las semanas e íbamos a visitarla una vez a la semana. Nos quedábamos media hora o hasta menos. Solo la veíamos dormir en su cama. Ella no nos quería ver, prefería tener los ojos cerrados. Parece como si estuviera molesta por haberla internado en esa casa. 

Pasaba todo el día echada en la cama, con los ojos cerrados. Ella vivía su propio mundo, en donde sus recuerdos de infancia y de los buenos tiempos se hacían visibles solo con los ojos cerrados. A veces abría sus ojos, pero solo para ver quién había venido a visitarla. Cuando nos veía, los volvía a cerrar. 

Solo unos familiares fueron a visitarla un par de veces, pero se aburrieron. “No nos reconoce” fue el pretexto y dejaron de ir. 

Pero en ese asilo también había una amiga de mi mamá. Ella estaba casi bien, solo que tenía problemas en sus brazos y piernas y necesitaba ayuda para movilizarse. Aunque su familia le brindaba todo los cuidados necesarios y la visitaba todas las semanas, la sacaban a pasear y la llevaban a las reuniones familiares y del sonjin, ella no estaba muy contenta. 

Cuando yo iba a visitar a mi tía, pasaba a visitar también a esa señora. 
Estaba contenta de vernos y nos conversaba. Nos contaba lo que pasaba en la casa de reposo, la gente nueva que entraba o lo que mi tía hacía en esa casa (si comía o no, entre otra cosas). Pero casi siempre el brillo de sus ojos se iban apagado a los pocos minutos que conversaba. Toda la conversación giraba en torno a la casa de reposo. Esa era su vida, al igual que la de mi tía y la de todos los que estaban internados en esa casa. 

En esa casa de reposo, había como 5 nikkei que dependían de las enfermeras para poder comer, moverse, bañarse o ir al baño. En el rostro de cada uno de ellos, podía ver a mi tía.

De ese grupo, había uno que parecía estar siempre solo. En todo ese tiempo que estuve yendo a esa casa de reposo, no había visto a ningún familiar que lo visitara. Él no podía hablar y estaba postrado en una silla de ruedas. Pero tenía una mirada perdida y melancólica, quizás recordaba algo pero no lo podía decir. Su único mundo era su silla de ruedas. 

Yo veía a mi tía y lo único que era suyo era su ropa, que tenía escrita su nombre en la parte de la etiqueta con plumón indeleble, según dijeron los responsables de la casa, para evitar que se confunda la ropa en la lavandería. Pero ni eso, porque muchas veces se perdía su ropa y ella tenía la ropa de otro internado y viceversa. Todo lo demás, era de la casa de reposo. 

Y pensar que, hasta hace unos años atrás, ella tenía casa propia, en donde ella podía levantarse a la hora que quería, comer lo que ella quería y decorarla a su gusto. Pero por la edad y la enfermedad, de nada sirve tener de todo cuando no se tiene a nadie. 

Sin hijos, sola y vieja, tuvo que mudarse a nuestra casa, en donde nosotros ya teníamos nuestra propia rutina y ella, tenía que adaptarse a ella. Y en esa casa de reposo, adaptarse nuevamente a una nueva rutina. Algo triste. 

Yo dejé de visitarla seguido y casi siempre, solo pasaba a dejar las cosas que necesitaba (pañales, guantes desechables, caja de huevos, medicinas). Yo me sentía cansada de verla en ese estado. Me deprimía aún más. Y no tenía a otra persona que vaya a verla. 

Lo que más me dolió fue cuando un familiar me dijo: “Tu tía ya no me reconoce. Ya para qué voy a ir a verla… Ah, nació el hijo de tal, siempre trato de visitarlo una vez al mes”
Mi tía también se comportaba como ese bebé que nació, pero todos preferían ver al bebé “de verdad”. 

Por eso, sentía como que era una obligación y yo ya no disfrutaba la visita. 

Dejé también de visitar a la amiga de mi mamá. Después de un año, mi tía falleció. Para mí fue un alivio. Estaba muy molesta con ella. “¿Cómo pudo haberme hecho pasar por todo esto?” es lo que siempre pensaba. Yo estaba muy resentida con ella, por haberme hecho sufrir con su enfermedad. 

Ya han pasado 2 años desde que ella se fue. Y el tiempo fue lo mejor para mí, para olvidar lo “malo que ella me hizo” y tratar de recordar solo los mejores momentos que pasé con ella. 
Si pudiera retroceder el tiempo, no diría que yo volvería a cuidarla igual, como muchos dirían. Realmente, yo lo pensaría dos veces. 

Pero, hay tantos oji y oba que podemos encontrar en muchas casas de reposo y que muchas veces son olvidados por muchos de nosotros. 
Hay algunos que tienen la suerte de tenerlos con buena salud mental y pueden conversar con ellos, pero aun así, los olvidan y solo los visitan cuando tienen tiempo. 

Realmente, no me gusta la idea de las casas de reposo, me traen muchos recuerdos muy tristes. Pero es algo necesario, sobretodo en estos tiempos, en que la vida corre muy rápido y uno tiene que tratar de adecuarse a ella o cuando uno ya no puede brindarle los cuidados mínimos en casa por sí mismos. 

Hay otras personas, en cambio, que dejan de visitarlos porque seguramente se encuentran fuera del país o por el trabajo o los múltiples compromisos sociales que tienen o porque “simplemente” ellos se portaron mal de jóvenes y “ahora pues, tienen lo que se merecen”, como algunas veces he escuchado de algunos extraños. 

Pero ella (mi tía) fue un caso de los muchos que podemos encontrar en las diferentes casas de reposo que hay en Lima.

A veces, veo en los periódicos la parte de “sociales” y veo fotos de donaciones grandes o actividades por el día de la madre o del padre que se hicieron en casas de reposo en donde hay un buen número de nikkei. Pero, ¿y qué hay sobre los que están con problemas de salud, sobretodo mental? Porque los que veo en las fotos, son los que están en sillas de ruedas o pueden caminar, pero tienen la facilidad de poder comunicarse con los demás; a diferencia de aquellos, como mi tía y algunos de sus compañeros de asilo, que tenían problemas neurológicos y mentales y se prefiere que éstos se mantengan fuera de la luz pública. 

Mirando como un ejemplo, a muchos de ellos podemos encontrarlos en diversas casas de reposo en Pueblo Libre, uno de los distritos con mayor número de nikkei. Pero son olvidados, a veces por la comunidad y también, por sus mismas familias, porque ya no solo están viejos, sino también porque están enfermos. 

A veces decimos, “bueno, si no se queja, es porque todo está bien”. Pero no siempre es así. A veces el silencio es la única manera que tienen para quejarse, sin querer ser una carga para otros.

Este post quise escribirlo por un lector que me animó a escribir sobre las casas de reposo, reflexionando sobre lo importante que es para los internados de estas casas de reposo recibir la visita de sus familiares. Esa esperanza y alegría por ver a los nietos y a los hijos visitarlos cada fin de semana trayéndoles algo para compartir; tal vez alguna comida favorita, alguna noticia, o simplemente un recuerdo en común que les traería algo de alegría. 

Tantas cosas que podemos hacer para ellos. Muchos ya no disfrutan salir a reuniones muy concurridas o elegantes, sino  un simple pero significativo paseo por el parque, puede alegrarles el día. O el hecho de que ellos sepan que uno se ha tomado tiempo para preparar alguna comida que les guste, los hará sentirse importantes, algo muy importante cuando uno ya es de edad y no puede hacer muchas cosas por sí mismos.

Mi tía, por ejemplo, le gustaba bailar y actuar en las actividades del sonjin cuando era joven. Le gustaba vestirse a la moda y le gustaba usar joyas de oro. Pero ya de "viejita", ella disfrutaba lo simple. Yo le compraba su Inca Kola helada y con eso, podía sacarle una pequeña sonrisa. Algo tan simple. 

LA SANBASAN (PARTERA) "MÁS FAMOSA" EN LA LIMA DE LA PREGUERRA: LA SANBASAN TOKESHI

La foto que muestro fue tomada el 27 de febrero de 1930.  Es una vista del patio de Lima Nikko en una ocasión especial.  En ese día, hubo un...