lunes, 23 de febrero de 2015

Nuestros Ojichan y Obachan: Aquellos Olvidados de las Casas de Reposo

Para las fechas, soy un poco despistada, pero los 20 de febrero, para mí, tienen un significado especial.

Yo tenía una tía que nació un 20 de febrero, pero nunca celebraba sus cumpleaños. Ese día, ella siempre me decía: “¿Tu sabes qué día es hoy? Hoy es el santo de Haya De La Torre” No sé si me lo decía por hacerme una broma, porque mi familia era casi apolítica.
Pero a ella le gustaba mirar los noticieros y si salían políticos, mejor. Aunque ella no entendía mucho, le gustaba escuchar los debates. Casi no le hacía caso. “Ah, ya… ahorita vengo” era lo que casi siempre yo le contestaba cuando me hablaba sobre sus cosas. Y me iba. 

Ella vivía cerca de la Casa del Pueblo y cada 20 de febrero, ella podía escuchar desde su casa los aplausos y hasta los cohetes que algunas veces lanzaban en plena algarabía. Quizás era por eso que ella recordaba muy bien los 20 de febrero, no como su cumpleaños, sino como la noche aprista. 
En casa nadie le celebraba su santo y ahora que ya no está con nosotros, creo que esa algarabía ajena, le alegraba un poco el día. 

No creo que fuéramos malos por no haberle celebrado sus santos, a pesar que ella vivía en nuestra casa. Cada uno de nosotros, “andaba con sus cosas”. Mi mamá, por ejemplo, estaba más ocupada en los asuntos de casa, cocinando o lavando. Nosotros, los “chicos” de la casa, pasábamos más tiempo en la calle que en la casa: había que trabajar y estudiar. Y ella, ya era una persona muy mayor, sin hijos y sola. El día se mudó a nuestra casa fue cuando empezó su verdadera soledad. 

“Me trae muchos recuerdos de él. ¿Puedo vivir con ustedes?” fue lo que nos dijo esa misma noche del velorio. Ella ya no quería vivir en su casa, porque le traía muchos recuerdos de su esposo. Pero no eran bonitos recuerdos, sino recuerdos de una convivencia de más de 50 años. Eran recuerdos de una rutina que la llenaban, de sentirse útil para otra persona. Mi tío era mucho mayor que ella y en todo ese tiempo, mi tía fue la que lo estuvo cuidándolo.

“¡Sí!, ¡claro que te quedas con nosotros!”, fue lo que le respondí cuando regresamos del velorio. Yo misma estaba entusiasmada y me puse a arreglarle un cuarto que teníamos vacío. ¿Cómo no iba a estar contenta? Yo iba a tener viviendo bajo el mismo techo a mi tía, la misma que me engreía un montón y me compraba mis juguetes cuando era una niña. 
Pero, sin darme cuenta, poco a poco, ese entusiasmo por tener a mi tía cerca, se fue convirtiendo poco a poco en indiferencia y finalmente, en estorbo. 

Los “chicos” de la casa, que éramos nosotros, estábamos más entusiasmados con nuestras propias vidas y mi mamá nos alentaba. “¡Diviértanse!”, “¡Estudia mucho!” o “Regresa temprano” y otras frases que ella nos decía y en la que nuestra tía, ya mayor, no estaba incluida.

Mi tía solía pasar los días encerrada en su cuarto. Solo bajaba a la sala por las mañanas para ver la TV o a leer los periódicos y para comer. No había otra persona que “tuviera el tiempo” como para sentarse con ella y conversar, aunque sea de cualquier cosa o de llevarla a pasear. Y ella, nunca se quejaba. Sabía que esa no era su casa. Y nosotros, no éramos sus hijos. Así que habrá pensado “para qué decirles lo que necesito o quiero”. 

Un día, ella tuvo un accidente. Todos estábamos haciendo “nuestras cosas”: mi mamá estaba en su cuarto descansando y mis hermanos, trabajando. Yo en cambio, estaba de regreso de una entrevista de trabajo cuando sucedió el accidente. Ni bien abrí la puerta de la casa, veo cómo mi tía cae por las escaleras. Se golpeó la cabeza y la llevamos de emergencia. 

Estuvo hospitalizada en la clínica y su diagnóstico fue devastador, tanto para ella como para nosotros: demencia senil. Ese fue el único día en el que nos dimos cuenta que ella necesita mucha más atención de nosotros. Pero la vida continúa y había que trabajar, así que fui yo, la que aún no trabajaba en ese tiempo, la que tenía que cuidarla. 

Me quedaba en casa y casi no salía y trataba de cuidarla lo mejor que podía. Así pasaron varios meses, creo que fue un año. La familia, de repente, se alejó. Quizás pensando que representaría alguna carga económica para ellos. Y nos dejaron solos a nosotros, los “chicos de la casa”, o más bien, me dejaron sola con el “problema”. 

Mi hermano estaba en Nihon y mi hermana, trabajando aquí en Lima. Yo acababa de terminar la universidad y ya estaba cuidando a una persona con demencia senil. Mi mamá, en cambio, siempre estaba en casa pero no entendía muy bien la enfermedad y pensaba que era “engreimientos” de mi tía, así que no le hacía caso. 
Así que yo era la única que tenía que cuidarla. 

Yo veía a mis primos y amigos que viajaban, trabajaban o se iban becados y yo también quería hacer lo mismo. Pero no podía. Yo estaba atada a mi tía. Y esa era la palabra con la que yo definía mi relación con mi tía, la misma que cuando estaba más joven y sana, era mi tía favorita que me compraba todos mis juguetes; pero que ahora, ya vieja y enferma, me parecía una carga. 

Recuerdo que una noche ya no podía más y decidí que ya era momento de pedirle ayuda a mi hermano que estaba de viaje. “Regresa, quiero que me ayudes a resolver las cosas aquí”. Y así lo hizo. Regresó al Perú y me ayudó hasta decir basta. Me ayudó a cuidarla, a llevarla a sus controles y a pagar sus tratamientos. En fin, todo lo que una persona con demencia senil necesitaba. Ya para cuando llegó mi hermano, mi tía no caminaba ni hablaba. Ella estaba físicamente bien, pero su mente tenía el control de su cuerpo. 

Si no fuera por mi hermano, no sé qué hubiera hecho. 

Pasaron varios meses en los que ella estaba echada en cama y yo no la podía llevar a la clínica, ni siquiera la podía mover. No tenía a nadie que me ayudara. 

La familia, que venía a visitarla cuando estaba “bien”, ya no estaba para ella. No había ni “kosai”, ni visitas ni llamadas por teléfono. Tenían miedo de preguntar, de sentirse comprometidos con alguien. Ni siquiera me preguntaron cómo yo estaba manejando las cosas o si yo necesitaba algo para ella. Así que todo lo hice a mi modo y recién cuando vino mi hermano de viaje, con él fue con quien iba a todos los sitios que mi tía necesitaba ir. 

En fin. Pasaron como 2 meses y mi hermano ya tenía que regresar a Nihon. Él tenía aún cosas pendientes allá. Y yo, ¿qué hago? En esos 2 meses que él estuvo, yo sentí que tenía a alguien en quien apoyarme y no me sentía sola frente a la enfermedad de mi tía. Pero, si él se iba, ¿quién iba a ayudarme con ella? ¿Quién me iba a ayudar a llevarla a sus controles? ¿A darle de comer? O, ¿en quién podía confiar? 

No nos quedó otra alternativa que internarla en una casa de reposo. Buscamos opciones de todo tipo: asilos estatales y particulares. Los estatales no recibían a pacientes como ella. Y los pocos particulares que había, no nos convencían. Algunos eran demasiado caros y otros, estaban algo lejos de casa. 

Al final, nos decidimos por uno, que era “aceptable”, en precio y atención. Veíamos las propagandas en donde todos dicen que los “abuelitos recibirán mucho amor y cuidado, como si estuvieran en casa” o ponían la foto de unos abuelitos felices, haciendo manualidades o cantando en grupo. “¡Mira!, no se va a aburrir. Va a estar con gente de su edad”, era lo que decíamos entre sí. 

Fuimos a varias casas de reposo para ver las instalaciones y veíamos, sí, a varios abuelitos “felices” mirando TV, sentados en un cuarto pequeño o a algunos echados en su cama cuando, en realidad, ellos eran una muy pequeña muestra de lo que se ve realmente en las casas de reposo. 

“Nos parece bien”. Hicimos los trámites respectivo y ya al día siguiente, llegamos con mi tía y sus pocas cosas a una casa de reposo. Ella ni se daba cuenta (o eso era lo que creíamos). 

Pasaron las semanas e íbamos a visitarla una vez a la semana. Nos quedábamos media hora o hasta menos. Solo la veíamos dormir en su cama. Ella no nos quería ver, prefería tener los ojos cerrados. Parece como si estuviera molesta por haberla internado en esa casa. 

Pasaba todo el día echada en la cama, con los ojos cerrados. Ella vivía su propio mundo, en donde sus recuerdos de infancia y de los buenos tiempos se hacían visibles solo con los ojos cerrados. A veces abría sus ojos, pero solo para ver quién había venido a visitarla. Cuando nos veía, los volvía a cerrar. 

Solo unos familiares fueron a visitarla un par de veces, pero se aburrieron. “No nos reconoce” fue el pretexto y dejaron de ir. 

Pero en ese asilo también había una amiga de mi mamá. Ella estaba casi bien, solo que tenía problemas en sus brazos y piernas y necesitaba ayuda para movilizarse. Aunque su familia le brindaba todo los cuidados necesarios y la visitaba todas las semanas, la sacaban a pasear y la llevaban a las reuniones familiares y del sonjin, ella no estaba muy contenta. 

Cuando yo iba a visitar a mi tía, pasaba a visitar también a esa señora. 
Estaba contenta de vernos y nos conversaba. Nos contaba lo que pasaba en la casa de reposo, la gente nueva que entraba o lo que mi tía hacía en esa casa (si comía o no, entre otra cosas). Pero casi siempre el brillo de sus ojos se iban apagado a los pocos minutos que conversaba. Toda la conversación giraba en torno a la casa de reposo. Esa era su vida, al igual que la de mi tía y la de todos los que estaban internados en esa casa. 

En esa casa de reposo, había como 5 nikkei que dependían de las enfermeras para poder comer, moverse, bañarse o ir al baño. En el rostro de cada uno de ellos, podía ver a mi tía.

De ese grupo, había uno que parecía estar siempre solo. En todo ese tiempo que estuve yendo a esa casa de reposo, no había visto a ningún familiar que lo visitara. Él no podía hablar y estaba postrado en una silla de ruedas. Pero tenía una mirada perdida y melancólica, quizás recordaba algo pero no lo podía decir. Su único mundo era su silla de ruedas. 

Yo veía a mi tía y lo único que era suyo era su ropa, que tenía escrita su nombre en la parte de la etiqueta con plumón indeleble, según dijeron los responsables de la casa, para evitar que se confunda la ropa en la lavandería. Pero ni eso, porque muchas veces se perdía su ropa y ella tenía la ropa de otro internado y viceversa. Todo lo demás, era de la casa de reposo. 

Y pensar que, hasta hace unos años atrás, ella tenía casa propia, en donde ella podía levantarse a la hora que quería, comer lo que ella quería y decorarla a su gusto. Pero por la edad y la enfermedad, de nada sirve tener de todo cuando no se tiene a nadie. 

Sin hijos, sola y vieja, tuvo que mudarse a nuestra casa, en donde nosotros ya teníamos nuestra propia rutina y ella, tenía que adaptarse a ella. Y en esa casa de reposo, adaptarse nuevamente a una nueva rutina. Algo triste. 

Yo dejé de visitarla seguido y casi siempre, solo pasaba a dejar las cosas que necesitaba (pañales, guantes desechables, caja de huevos, medicinas). Yo me sentía cansada de verla en ese estado. Me deprimía aún más. Y no tenía a otra persona que vaya a verla. 

Lo que más me dolió fue cuando un familiar me dijo: “Tu tía ya no me reconoce. Ya para qué voy a ir a verla… Ah, nació el hijo de tal, siempre trato de visitarlo una vez al mes”
Mi tía también se comportaba como ese bebé que nació, pero todos preferían ver al bebé “de verdad”. 

Por eso, sentía como que era una obligación y yo ya no disfrutaba la visita. 

Dejé también de visitar a la amiga de mi mamá. Después de un año, mi tía falleció. Para mí fue un alivio. Estaba muy molesta con ella. “¿Cómo pudo haberme hecho pasar por todo esto?” es lo que siempre pensaba. Yo estaba muy resentida con ella, por haberme hecho sufrir con su enfermedad. 

Ya han pasado 2 años desde que ella se fue. Y el tiempo fue lo mejor para mí, para olvidar lo “malo que ella me hizo” y tratar de recordar solo los mejores momentos que pasé con ella. 
Si pudiera retroceder el tiempo, no diría que yo volvería a cuidarla igual, como muchos dirían. Realmente, yo lo pensaría dos veces. 

Pero, hay tantos oji y oba que podemos encontrar en muchas casas de reposo y que muchas veces son olvidados por muchos de nosotros. 
Hay algunos que tienen la suerte de tenerlos con buena salud mental y pueden conversar con ellos, pero aun así, los olvidan y solo los visitan cuando tienen tiempo. 

Realmente, no me gusta la idea de las casas de reposo, me traen muchos recuerdos muy tristes. Pero es algo necesario, sobretodo en estos tiempos, en que la vida corre muy rápido y uno tiene que tratar de adecuarse a ella o cuando uno ya no puede brindarle los cuidados mínimos en casa por sí mismos. 

Hay otras personas, en cambio, que dejan de visitarlos porque seguramente se encuentran fuera del país o por el trabajo o los múltiples compromisos sociales que tienen o porque “simplemente” ellos se portaron mal de jóvenes y “ahora pues, tienen lo que se merecen”, como algunas veces he escuchado de algunos extraños. 

Pero ella (mi tía) fue un caso de los muchos que podemos encontrar en las diferentes casas de reposo que hay en Lima.

A veces, veo en los periódicos la parte de “sociales” y veo fotos de donaciones grandes o actividades por el día de la madre o del padre que se hicieron en casas de reposo en donde hay un buen número de nikkei. Pero, ¿y qué hay sobre los que están con problemas de salud, sobretodo mental? Porque los que veo en las fotos, son los que están en sillas de ruedas o pueden caminar, pero tienen la facilidad de poder comunicarse con los demás; a diferencia de aquellos, como mi tía y algunos de sus compañeros de asilo, que tenían problemas neurológicos y mentales y se prefiere que éstos se mantengan fuera de la luz pública. 

Mirando como un ejemplo, a muchos de ellos podemos encontrarlos en diversas casas de reposo en Pueblo Libre, uno de los distritos con mayor número de nikkei. Pero son olvidados, a veces por la comunidad y también, por sus mismas familias, porque ya no solo están viejos, sino también porque están enfermos. 

A veces decimos, “bueno, si no se queja, es porque todo está bien”. Pero no siempre es así. A veces el silencio es la única manera que tienen para quejarse, sin querer ser una carga para otros.

Este post quise escribirlo por un lector que me animó a escribir sobre las casas de reposo, reflexionando sobre lo importante que es para los internados de estas casas de reposo recibir la visita de sus familiares. Esa esperanza y alegría por ver a los nietos y a los hijos visitarlos cada fin de semana trayéndoles algo para compartir; tal vez alguna comida favorita, alguna noticia, o simplemente un recuerdo en común que les traería algo de alegría. 

Tantas cosas que podemos hacer para ellos. Muchos ya no disfrutan salir a reuniones muy concurridas o elegantes, sino  un simple pero significativo paseo por el parque, puede alegrarles el día. O el hecho de que ellos sepan que uno se ha tomado tiempo para preparar alguna comida que les guste, los hará sentirse importantes, algo muy importante cuando uno ya es de edad y no puede hacer muchas cosas por sí mismos.

Mi tía, por ejemplo, le gustaba bailar y actuar en las actividades del sonjin cuando era joven. Le gustaba vestirse a la moda y le gustaba usar joyas de oro. Pero ya de "viejita", ella disfrutaba lo simple. Yo le compraba su Inca Kola helada y con eso, podía sacarle una pequeña sonrisa. Algo tan simple. 

sábado, 14 de febrero de 2015

"Cuando Yo Sea Una Oba, Quiero Llegar a ser Toda una Haamee" (Una posible explicación de por qué las mujeres okinawenses son más longevas que los hombres)

En casa, seguramente muchos de nosotros hemos llamado a nuestros abuelitos como “ojiichan” u “obaachan”. 

En mi casa, más bien, me enseñaron a decir “oji” y “oba”. “Oba, baja, ¡ya está el gohan!” o sino, “oba, ¿ya puedo abrir tu regalo?" (Bueno, aunque eran los cumpleaños de mi oba, yo siempre era la que abría sus regalos, como si fueran míos. Siempre esperaba a que las visitas se vayan para abrirlos. En esa época yo solo tenía 7 años). En fin, todo era “oba” aquí, “oba” allá. 

Mi oba materna era la que vivía con nosotros y con quien yo tenía más confianza. Así que aparte de la palabra “mamá”, "oba" era la que más se escuchaba en mi casa. 

En cambio, la palabra “oji” no la he usado mucho. 
Mi oji paterno vivía en otra casa y pocas veces venía a visitarnos. Mi mamá estaba muy ocupada trabajando en la tienda familiar como para ir a visitarlo. Y la que más estaba conmigo, era mi oba. 
Y al que yo consideraba como un oji, era un tío ya mayor al que siempre le decía "tío". Él tenía como 70 años, cuando yo en esa época tenía unos 7 años. Vivía a pocas cuadras de mi casa y casi todos los días lo veía. Así que, no extrañaba mucho la figura de un “oji”. 

Pero ya de grande, se me hacía raro ver que habían más mujeres y casi ningún hombre en mi familia. Mi oba vivió hasta los 92 años. Y mirando a mi alrededor, muchos amigos y familiares recuerdan más a su oba que a su oji, quien falleció antes que la oba. ¿Por qué? 

Quizás tenga algo que ver las palabras “Tanmee” タンメー y “Haamee” ハーメー. 

 “Tanmee” y Haamee” significan en uchinaguchi, “viejo”, “abuelo” o “persona mayor”. Si es hombre, se le dice “Tanmee” y si es mujer, “Haamee”. 
Seguro que algunos, sobretodo si son descendientes de okinawenses, recordarán haberlas escuchado alguna vez en sus casas, ¿no? 

Uno no podía decirle a su oji “Tanmee” ni a su oba “Haamee” sin que le caiga después un tremendo resondrón. Para mi oba, por ejemplo, el decir “Haamee” a alguien, era como decir “Esa haame…” (Esa vieja…). Pero si uno se refería a la abuela de otro o a una “vieja”, estaba bien. A la oba hay que tratarla de “obaachan” u “obachita”, con cariño es la cosa. (Y al oji, también). 

Pero lo curioso, es lo que se dice sobre el origen de estas palabras. Mientras estaba trabajando, encontré unas websites en japonés[1][2] en donde se hablaba sobre ese curioso origen. 

En esas websites se asocia la palabra okinawense “Tanmee” con la palabra japonesa “tanmei” (短命) que significa “vida corta” y, por relación, "Haamee" con “chomei” (長命) que significa en japonés “vida larga”. 
Esto se debe a que las mujeres, por lo general, viven más que los hombres. 

Pero se dice que, en realidad, el origen de “Tanmee” no tiene relación alguna con “la vida corta” (o “larga”) de la persona, sino con una explicación más etimológica.[4] 

Se dice que “Tanmee” se originaría del término “taariimee” (ターリーメー)[3] que utilizaban los samurái para referirse al papá. “Taarii” ターリー significaba “padre” o “papá” pero le añadían el sufijo “mee” 前 (que significaría “antes del papá”, es decir, el abuelo, como forma de respeto) y que luego se acortó a “tanmee”, que significa “abuelo”. Y en el caso de Haamee, se dice que se originaría de "haha mae" (母前), que significaría "antes de la mamá" o "delante de la mamá", es decir, la abuela. [5]

Hay que recordar que, en épocas antiguas, cuando aun existían las clases sociales en Okinawa, cada clase social tenía su propio vocabulario, en donde las clases altas (shizoku) se referían al papá como “taarii” y al abuelo como "tanmee", en comparación con las clases bajas (heimin), que se referían al papá como “suu” y al abuelo, como "usumee". Toda una mezcla de variantes.

Sea que la hipótesis de la “vida corta” y la “vida larga” sea cierta o no, parece que no hay duda que las mujeres viven más que los hombres, sobretodo los de Okinawa. 

Miro a mi alrededor, y veo que hay muchos familiares y amigos que recuerdan a su oba, pero no a su oji, porque éstos fallecieron jóvenes y las oba resultaron ser las longevas de la casa.


Oji de 95 y oba de 88 años, de Okinawa.

Imagen tomada de: http://plaza.rakuten.co.jp/fukugiterrace/diary/?ctgy=20
Pero parece que esta creencia, es más que una simple hipótesis. 
El año pasado, en marzo del 2014, el Dr. Craig Willcox (Universidad Internacional de Okinawa) realizó un estudio que me pareció interesante[6]
Trata de responder a la incógnita del por qué las mujeres viven más que los hombres en Okinawa. 

El por qué la gente de Okinawa es longeva, puede deberse a muchos factores[6]: hay causas genéticas, como las que sostienen que los que sobrevivieron a la guerra (batalla de Okinawa), tuvieron genes muy resistentes, capaces de sobrevivir a enfermedades contagiosas y por ende, pudieron crear una nueva generación de personas “más fuertes” que fácilmente alcanzarían los 100 años. 

Una dieta rica en antioxidantes es siempre una de las mejores aliadas de la longevidad, como la comida okinawense (compuesta mayormente de vegetales, tofu, algas, pescado), que hace que el cuerpo presente menos probabilidades de enfermedades como el cáncer, diabetes, obesidad, colesterol, hipertensión, entre otras. 

Esto es en forma general. Ahora, si queremos resaltar las diferencias en cuanto al género, este estudio también menciona algunos detalles interesantes. 

Se dice que los hombres fuman más que las mujeres, aunque las estadísticas actuales parecen confirmar lo contrario, según este estudio. 

Según este estudio, se dice también, que los hombres okinawenses son menos activos que los japoneses. Okinawa posee un sistema de transporte no tan complejo como en el caso de Japón, por lo que generalmente, los okinawenses viajan en auto para movilizarse. (creo que este estudio llegó a esta conclusión, en el sentido que es más práctico usar el auto que las bicicletas o ir caminando, debido a la distancia y ante una no tan variada opción de servicios de transporte).

En cambio, en Japón, que posee un sistema de transporte más amplio (trenes, subterráneos, buses; sobretodo trenes), la gente suele dirigirse a las estaciones de trenes o buses caminando o en bicicleta. 

También, este estudio sostiene que los hombres suelen socializar más que las mujeres en las noches, tomando o comiendo a altas horas, provocando así estilos de vida no tan saludables. 

Las apreciaciones de este estudio reflejan lo que muchos ya sabemos: el secreto para alcanzar la longevidad es llevar una vida activa y sana. Aunque, quizás, la espiritualidad también ayude. 

Según otra autora, Sally Beare,[7] dice que las mujeres okinawenses, que están en contacto especialmente con sus creencias espirituales, logran un fuerte sentido de bienestar. Los investigadores especulan que una consciencia espiritual y un fuerte sentido de integración social podría explicar el por qué las mujeres tienden a vivir más que los hombres en Okinawa y en cualquier parte del mundo. 

Se dice que la oración reduce la ansiedad y trae la calma y serenidad a la persona que ora y además, le da a las personas un significado y propósito de vida. Encontrar un propósito (o esperanza) a una situación estresante, podría reducir los niveles de estrés que podría tener efectos beneficios en el cuerpo. 

Ahora que lo pienso, ¿cuántos de nosotros recordamos a nuestras oba, haciendo el ocható para el butsudan o rezando ante él? O ¿cuántos de nosotros recordamos al Comité San Francisco en Lima, en donde iban muchas de nuestras oba a leer la biblia y participar en los paseos grupales que hacían fuera de Lima, fuera del estrés y la contaminación? 
¡Qué coincidencia que hayan participado más nuestras oba que nuestros oji! Quizás lo que se dice sobre la relación entre espiritualidad y longevidad sea cierta. O seguro es solo coincidencia. 

Bueno, realmente, no descarto la explicación de que el origen de la palabra "Haamee" sea por la de la "vida larga", aunque quizás sea una creencia popular. 
Así que, si quiero llegar a ser una "Haamee" (en el sentido literal de “vida larga”), tengo que tratar de llevar una vida sana y activa.
¿Se imaginan? Llegar a ser una oba siendo toda una “Haamee”(*)

(*)en el sentido de llegar a ser una abuela muy longeva).

------------------------------------------------------------------------------------------------------------ FUENTES:

[1]http://www.coara.or.jp/~yamataka/okinawa2.htm 

[2]http://choju-giga.cside.com/samusupi/novel/mina/yue_tian_xin02.html 

[3]  たるーの島唄まじめな研究

[4]http://tarugani.seesaa.net/article/8272302.html

[5] http://blog.goo.ne.jp/taezaki160925/e/aaf0578f7954c7cf73dd5d905d0e38a9

[6] WILLCOX, Craig. “Why Women Live Longer than Men: Lifestyle, the Gender Gap and Public Health Policy Implications for Longevity in Okinawa”. ( Informe presentado en el seminario del mismo nombre, el 28 de marzo de 2014). Institute of Policy Studies and the Faculty of Arts and Social Sciences, National University of Singapore.  
El Dr. Craig Willcox es Catedrático de Salud Pública Internacional, Binestar y Gerontología de la Universidad Internacional de Okinawa). 

[7]BEARE, Sally. 50 Secrets of the World's Longest Living People. Da Capo Press. 2005. Pág. 209. 

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