Se podría decir que en mi casa hay un "choque de culturas", o quizás, un "choque generacional".
Desde que tengo uso de razón, no hay día en que no escuche la típica frase de mi mamá: “Ya te he dicho que no hagas eso, que sino…” Como la primera vez que estaba limpiando la mesa con esas toallas de papel reusables (aquellas que se pueden mojar y usar muchas veces sin que se deshagan).
Al ver que limpiaba la mesa con una de esas toallas, mi mamá me repitió la misma frase de siempre: “Ya te he dicho que si limpias la mesa con papel, te volverás pobre”. Y como siempre le pregunto que quién dice eso, mientras continúo limpiando la mesa, ella me responde “Oba decía eso”, y como si fuera una sentencia profética, ya no tuve nada más que decir.
Pero aún así, terminé de limpiar la mesa con aquella toalla y al final le mostré a mi mamá que era una toalla “especial” y no un simple papel. Al ver que no era un simple papel, ahora ella también usa esas toallas para limpiar, aunque aún sigue repitiéndome que deje de limpiar la mesa con papel. Como se dice, las viejas costumbres son difíciles de quitar, y así también de difíciles de borrar, son las viejas creencias que mi oba trajo de Okinawa.
Desde que tengo memoria, siempre he escuchado el típico “no te cortes las uñas por la noche, que tendrás mala suerte” o he visto que mi oba (y ahora, lo hace mi mamá), siempre colocaba una pequeña pita anudada (“san” サン en japonés) encima de la comida que iba a colocar en el butsudan, porque decía que así, los “malos espíritus” no iban a tocar esa comida y no se iba a malograr antes de tiempo. O recuerdo también las veces, cuando mis dientes de leche se me caían, mi oba me decía que tenía que lanzarlos hacia arriba (si el diente que se me cayó era de la mandíbula superior) o hacia abajo (en caso que sea de la parte inferior), para que crezca fuerte y sano. O las veces en que mi oba decía que si silbaba de noche, iba a venir el obake (fantasma en japonés).
Así fue como crecí, rodeada de costumbres y creencias japonesas (y okinawenses). Cuando ya empecé a ir al colegio, tenía más o menos siete años, muchas veces no podía compartir con mis amigas (que por cierto, todas eran peruanas o no nikkei) algunas de estas costumbres, porque seguramente no lo iban a entender. De este modo, era mejor vivir con dos culturas a la vez: la cultura peruana en el colegio y la cultura japonesa en casa.
Hubiera sido raro que yo dijera en el colegio, por ejemplo, que ya había lanzado mi diente de leche mientras que mis amigas andaban pensando en el ratón de los dientes de leche. O que mientras sus papás las asustaban con el ropavejero o el monstruo debajo de la cama, a mí me asustaban con los obake. Pero en casa, todo esto era común.
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Hay dos creencias que todavía las recuerdo, aunque vagamente, y que son las más curiosas que ahora me gustaría compartir.
En casa, mi oba nos engreía mucho, a mí y a mis hermanos. Recuerdo que siempre me demostraba su cariño, ya sea dándome algún dulce o enseñándome alguna canción infantil. Y así como todas las abuelas que siempre dan la bendición a sus nietos para que todo les vaya bien antes de salir de casa, mi oba también nos la daba cuando éramos muy pequeños, pero a su manera, o mejor dicho, según la antigua creencia okinawense.
Mi oba decía que así me protegía contra las “cosas malas” (warui koto 悪いこと). Hace poco mi mamá me contó que mi oba le decía que antiguamente se usaba el hollín de una olla (el mismo que se forma debajo de la olla, especialmente cuando se cocina a carbón o leña) en lugar de saliva y con eso se daba un ligero toque en la frente del niño, sobretodo si era un bebé, antes que saliera a la calle de noche. Era una pequeña marca que lo protegía contra lo que mi oba llamaba “esas cosas malas”. Nunca le pregunté a qué se refería con eso, pero seguro era lo que comúnmente conocemos como “mal de ojo” en Perú, en donde se coloca una cinta roja en la muñeca de un niño pequeño para protegerlo.
La otra costumbre, que recuerdo, era la que siempre mi oba decía cada vez que comíamos en el comedor.
Ella decía que teníamos que limpiar la mesa ni bien termináramos de comer. Esa exigencia no era tanto porque quisiese tener la mesa limpia antes que nos diera flojera, sino más bien, para evitar comer de más.
Según ella, en caso que hubiera un terremoto mientras estamos comiendo, deberíamos de comer siete veces más. Y para evitar comer en exceso, teníamos que llevar los platos a la cocina ni bien termináramos de comer.
Mi oba decía que, según una creencia okinawense, cuando sucede un terremoto (o un temblor) mientras comemos, la buena suerte viene hacia uno, y para que no se pierda esta suerte, habría que comer 7 veces para que así se repita.
Hasta ahora lo hacemos en casa, ni bien terminamos de comer, llevamos los platos directamente a la cocina, pero ya no tanto por creer en el temblor de la buena suerte, sino más bien, porque ya se nos ha hecho una costumbre.
Realmente, hay tantas creencias (y tradiciones) que mi oba trajo desde Okinawa pero que algunas son difíciles de borrar, no tanto porque las siga practicando, sino porque eran las creencias que ella tenía y que compartió conmigo, algo que es difícil de quitar de la memoria.
Ahora, pensándolo bien, no puedo decir que haya un choque cultural en mi casa, sino más una “convivencia” cultural: las creencias okinawenses de mi oba y que aún siguen vivas, aunque, esta vez, como recuerdos de familia.
Pero aún así, terminé de limpiar la mesa con aquella toalla y al final le mostré a mi mamá que era una toalla “especial” y no un simple papel. Al ver que no era un simple papel, ahora ella también usa esas toallas para limpiar, aunque aún sigue repitiéndome que deje de limpiar la mesa con papel. Como se dice, las viejas costumbres son difíciles de quitar, y así también de difíciles de borrar, son las viejas creencias que mi oba trajo de Okinawa.
Desde que tengo memoria, siempre he escuchado el típico “no te cortes las uñas por la noche, que tendrás mala suerte” o he visto que mi oba (y ahora, lo hace mi mamá), siempre colocaba una pequeña pita anudada (“san” サン en japonés) encima de la comida que iba a colocar en el butsudan, porque decía que así, los “malos espíritus” no iban a tocar esa comida y no se iba a malograr antes de tiempo. O recuerdo también las veces, cuando mis dientes de leche se me caían, mi oba me decía que tenía que lanzarlos hacia arriba (si el diente que se me cayó era de la mandíbula superior) o hacia abajo (en caso que sea de la parte inferior), para que crezca fuerte y sano. O las veces en que mi oba decía que si silbaba de noche, iba a venir el obake (fantasma en japonés).
Así fue como crecí, rodeada de costumbres y creencias japonesas (y okinawenses). Cuando ya empecé a ir al colegio, tenía más o menos siete años, muchas veces no podía compartir con mis amigas (que por cierto, todas eran peruanas o no nikkei) algunas de estas costumbres, porque seguramente no lo iban a entender. De este modo, era mejor vivir con dos culturas a la vez: la cultura peruana en el colegio y la cultura japonesa en casa.
Hubiera sido raro que yo dijera en el colegio, por ejemplo, que ya había lanzado mi diente de leche mientras que mis amigas andaban pensando en el ratón de los dientes de leche. O que mientras sus papás las asustaban con el ropavejero o el monstruo debajo de la cama, a mí me asustaban con los obake. Pero en casa, todo esto era común.
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Mi oba con uno de sus hijos (Año: Entre 1934 a 1938, aproximadamente) |
Hay dos creencias que todavía las recuerdo, aunque vagamente, y que son las más curiosas que ahora me gustaría compartir.
En casa, mi oba nos engreía mucho, a mí y a mis hermanos. Recuerdo que siempre me demostraba su cariño, ya sea dándome algún dulce o enseñándome alguna canción infantil. Y así como todas las abuelas que siempre dan la bendición a sus nietos para que todo les vaya bien antes de salir de casa, mi oba también nos la daba cuando éramos muy pequeños, pero a su manera, o mejor dicho, según la antigua creencia okinawense.
Cuando era muy pequeña, creo que cuando yo tenía 5 años o menos, mi oba solía mojar un poco la punta de su dedo medio con su saliva y me tocaba la frente con ese mismo dedo, antes que yo salga a pasear. Ese era su forma de dar la bendición. |
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Mi oba decía que así me protegía contra las “cosas malas” (warui koto 悪いこと). Hace poco mi mamá me contó que mi oba le decía que antiguamente se usaba el hollín de una olla (el mismo que se forma debajo de la olla, especialmente cuando se cocina a carbón o leña) en lugar de saliva y con eso se daba un ligero toque en la frente del niño, sobretodo si era un bebé, antes que saliera a la calle de noche. Era una pequeña marca que lo protegía contra lo que mi oba llamaba “esas cosas malas”. Nunca le pregunté a qué se refería con eso, pero seguro era lo que comúnmente conocemos como “mal de ojo” en Perú, en donde se coloca una cinta roja en la muñeca de un niño pequeño para protegerlo.
La otra costumbre, que recuerdo, era la que siempre mi oba decía cada vez que comíamos en el comedor.
Ella decía que teníamos que limpiar la mesa ni bien termináramos de comer. Esa exigencia no era tanto porque quisiese tener la mesa limpia antes que nos diera flojera, sino más bien, para evitar comer de más.
Según ella, en caso que hubiera un terremoto mientras estamos comiendo, deberíamos de comer siete veces más. Y para evitar comer en exceso, teníamos que llevar los platos a la cocina ni bien termináramos de comer.
Mi oba decía que, según una creencia okinawense, cuando sucede un terremoto (o un temblor) mientras comemos, la buena suerte viene hacia uno, y para que no se pierda esta suerte, habría que comer 7 veces para que así se repita.
Hasta ahora lo hacemos en casa, ni bien terminamos de comer, llevamos los platos directamente a la cocina, pero ya no tanto por creer en el temblor de la buena suerte, sino más bien, porque ya se nos ha hecho una costumbre.
Realmente, hay tantas creencias (y tradiciones) que mi oba trajo desde Okinawa pero que algunas son difíciles de borrar, no tanto porque las siga practicando, sino porque eran las creencias que ella tenía y que compartió conmigo, algo que es difícil de quitar de la memoria.
Ahora, pensándolo bien, no puedo decir que haya un choque cultural en mi casa, sino más una “convivencia” cultural: las creencias okinawenses de mi oba y que aún siguen vivas, aunque, esta vez, como recuerdos de familia.